La cerradura chirría.
Ese sonido, tan simple, tan cotidiano, me arranca un grito ahogado. No es la primera vez que lo escucho aquí dentro, pero sí la más lenta, la más premeditada. Es como si cada giro del metal me anunciara que algo está a punto de cambiar. Algo malo.
El corazón me martillea el pecho.
Me incorporo en la cama, abrazando mis piernas contra el pecho, tratando de hacerme pequeña. La puerta se abre con un rechinar largo, como si disfrutara torturándome con su eco.
Y entonces lo veo.
Adrian Loumet.
Llena el marco de la puerta con su presencia. No necesita hablar para que el aire se vuelva insoportable. Sus ojos, tan claros y fríos, se clavan en mí con una calma que me aterra más que la violencia. Esa sonrisa ladeada me repugna.
Empuja la puerta, entra despacio y la cierra tras de sí. El clic del cerrojo es definitivo, como un martillazo que me hunde aún más en la impotencia.
—Danae… —dice mi nombre con suavidad, arrastrando las sílabas—. Qué placer encontrarte despierta.
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