Kael
No recuerdo haber dormido. Quizás cerré los ojos un par de horas, pero mi mente nunca descansó.
Cada vez que parpadeaba, veía su rostro: Danae, con miedo, con lágrimas, llamándome.
Y cada vez que lo veía, la rabia me sacudía como un latigazo.
Estaba en la sala de control, rodeado de pantallas y mapas abiertos sobre la mesa. Mis hombres se movían como sombras, trayendo informes, descargando imágenes de cámaras, rastreando matrículas. El humo de los cigarrillos se acumulaba en el aire, mezclándose con el olor metálico de las armas recién limpiadas.
—Señor —Matteo entró de golpe, sosteniendo una tableta—. Tenemos algo.
Me giré.
—Habla.
Amplió una imagen: una cámara de tráfico en las afueras de la ciudad. Un coche negro, idéntico al mío, pasaba por la carretera secundaria. El reflejo del sol apenas dejaba ver dentro, pero la matrícula era clara.
—Está registrada a nombre de uno de los hombres de Adrian —dijo Matteo.
Me incliné hacia la pantalla, grabándome cada detalle. El camino de