Danae
El aire huele a humedad… y a algo más.
Es un olor rancio, de paredes que llevan años sin ver la luz del sol, mezclado con ese polvo viejo que se pega en la garganta como arena.
La habitación es pequeña, tanto que si me estiro puedo tocar la puerta con la punta de los pies y la pared contraria con las manos. La cama es apenas una estructura metálica oxidada con un colchón hundido en el centro, tan delgado que siento cada barra en la espalda. No hay sábanas. Solo una manta áspera, que huele a humedad y a algo que no quiero identificar.
No hay ventanas. Solo una bombilla amarilla que parpadea de vez en cuando, como si en cualquier momento fuera a fundirse y dejarme a oscuras por completo.
Y hay frío. Un frío que no corta la piel, pero se mete en los huesos.
Me abrazo las rodillas contra el pecho, intentando guardar el poco calor que me queda. La garganta me arde; tengo sed desde hace horas, pero nadie ha entrado a darme agua ni comida. El estómago me recuerda, con punzadas sordas,