Los días que siguieron a aquella noche se volvieron insoportables para Giulio. Rebeca lo evitaba con excusas frágiles, banales, casi ridículas: una reunión de última hora, una visita familiar, una migraña inoportuna. Ninguna lo convencía, y aunque intentaba mantener la calma, la frustración lo devoraba por dentro.
Ella le respondía con frases cortas, mensajes fríos que contrastaban con el fuego que habían compartido. Cada silencio de Rebeca era como una bofetada. Giulio estaba acostumbrado a que lo buscaran, a que se aferraran a él, no a que huyeran después de probarlo. Y sin embargo, esa mujer lo esquivaba como si lo que había entre ellos fuera un error que necesitaba enterrar.
Al principio, había querido respetarla. Decirse a sí mismo que un poco de espacio le haría cambiar de idea. Pero mientras más la evitaba, más crecía en él la necesidad de entender.
Porque había algo. Lo sentía en cada mirada que ella apartaba, en la tensión que cargaba encima como un secreto. Giulio había apre