El silencio pesaba como una losa en la habitación. Afuera, la ciudad respiraba con indiferencia, pero entre esas paredes el tiempo se había congelado. Giulio seguía tendido en la cama, con la mirada fija en ella, como si temiera que con un solo parpadeo Rebeca se desvaneciera. La tensión no era la misma de minutos atrás; la pasión desbordada había dejado paso a un territorio mucho más peligroso: el de las palabras que aún no se atrevían a pronunciar.
Ella, con el cabello revuelto y la respiración apenas contenida, mantenía la cabeza apoyada sobre su pecho desnudo. El latido firme bajo su oído debería reconfortarla, pero lo único que conseguía era recordarle lo lejos que estaba de su propósito. Ese hombre al que debía manipular, ese apellido que debía destruir… la estaba envolviendo de una forma que no había previsto.
Cada vez que se dejaba llevar, traicionaba su plan. Había jurado que jamás perdería de vista el motivo que la había llevado hasta allí, pero en ese instante, con la pi