La luz de la mañana se filtraba tímidamente por las cortinas pesadas de la habitación. El aire aún estaba impregnado del aroma a deseo y sudor, mezcla de pasión desbordada que había marcado cada minuto de la noche anterior. Rebeca, entreabriendo los ojos, sintió de golpe el peso de lo ocurrido. Su respiración se agitó al recordar la forma en que se había rendido a Giulio, borrando de un plumazo todo odio, toda sospecha. Había cruzado una línea que juró no cruzar jamás.
Con la cabeza más fría, el arrepentimiento comenzó a calar en ella. ¿Qué demonios hice? se reprochó, mientras miraba el cuerpo masculino recostado a su lado. Giulio dormía —o al menos eso creyó ella— con el gesto relajado y la boca entreabierta, como si la tormenta de la noche anterior nunca hubiera existido.
Rebeca tragó saliva, y con el sigilo de un felino empezó a moverse, deslizando lentamente sus piernas fuera de la cama. Su intención era clara: marcharse antes de que él despertara. Quería huir, alejarse de la sens