La tensión entre ellos había estado creciendo como un fuego contenido. Cada mirada, cada roce, cada palabra cargada de dobles intenciones había puesto a prueba la resistencia de ambos, hasta que esa noche ninguno fue capaz de sostener más el juego.
El silencio de la sala se quebró cuando Rebeca, atrapada entre la voz grave de Giulio y la calidez de sus caricias, lo miró fijamente a los ojos. Había algo en ese hombre que la desarmaba, un magnetismo que ni su odio ni sus dudas podían apagar. Sin pensarlo más, tomó su rostro entre las manos y lo besó con una intensidad inesperada. Giulio apenas alcanzó a sorprenderse antes de entregarse al contacto de esos labios que lo incendiaban por dentro.
El beso fue largo, profundo, cargado de una pasión contenida demasiado tiempo. Pero, de pronto, Rebeca se apartó con brusquedad, respirando agitadamente, y con un empujón lo dejó caer al sillón. Antes de que él pudiera reaccionar, se subió a sus piernas, montándolo sin titubeos, y volvió a apoderar