Isabella vertió las pastillas abortivas en el jugo de Valentina con manos que apenas lograban contener su temblor. Sin perder un segundo, emprendió la huida hacia la salida, pero al doblar el pasillo se encontró con tres sirvientes que custodiaban la puerta principal. Conteniendo la respiración, forzó una sonrisa y adopto una actitud apresurada:
—¡Chicos! —exclamó jadeante, fingiendo desesperación—. Acaban de llamarme de la clínica veterinaria... Mi perrita, la que estaba hospitalizada, ha empeorado. ¡Debo llegar ya! —mentía descaradamente mientras jugueteaba con su bolso.
Con movimientos rápidos, sacó un sobre lleno de billete de su cartera y bajó la voz: —Necesito que hagan algo por mí... —El crujido del papel moneda era inconfundible al extender el sobre—. Ninguno de ustedes me vio entrar hoy. ¿Queda claro?
Los sirvientes intercambiaron miradas con visible incomodidad. El más joven, con la frente perlada de sudor, preguntó: —Señorita... ¿y si el señor pregunta?
—El señor no p