El amanecer llegó como un velo grisáceo, pesado, casi enfermo. Tala abrió los ojos sobresaltada, el corazón latiendo con violencia contra su pecho. Lo primero que sintió fue el calor extraño del dije: no ardía como antes, pero estaba tibio, pulsando débilmente, como si fuera un corazón ajeno incrustado en su piel.
Frunció el ceño al mirar alrededor. Estaba en su casa, recostada en el jergón, cubierta con una manta que no recordaba haber tomado. Un escalofrío le recorrió la espalda. Lo último que recordaba con claridad era el bosque, la vibración insoportable del colgante y aquella silueta oscura entre los árboles. Después… nada. Un vacío en su memoria.
Se incorporó de golpe, las manos temblorosas apretando el dije contra su pecho.
—¿Cómo… llegué aquí? —susurró, con la garganta seca.
El silencio de la habitación no le ofreció respuesta, pero en su interior supo que algo o alguien había intervenido. Su instinto le gritaba que no había vuelto sola.
Al salir al exterior, la brisa fría