La choza olía a madera húmeda y a los restos de las hierbas que la anciana había usado para curarla. Tala abrió los ojos despacio, como si cada parpadeo fuera una decisión. El cuerpo le dolía de la rodilla al hombro, pero lo primero que notó fue el calor en el pecho: el dije estaba tibio, vibrando con un pulso apenas perceptible que le recorría la piel como un aviso.
Se incorporó con cuidado, apoyando la mano en la paja para no incendiar el dolor. Una semana. Siete días. La cuenta regresiva se clavó en su mente con la claridad de una campana fría. Había llegado tan lejos para volver a perderlo todo al final —no otra vez—. La luna marcaba su tiempo y su vientre marcaba su destino. No había margen para errores.
Respiró hondo y, mientras la luz pálida de la mañana se colaba por la rendija, dejó que la calma fingida se instalara en su rostro: la expresión mustia de quien ha sufrido y acepta la corrección. Esa máscara le había servido hasta ahora. La guardó, por ahora, en el pliegue más pr