El amanecer llegó lento, casi pesado, como si el sol también dudara en asomarse sobre un territorio cargado de mentiras. Tala abrió los ojos sintiendo la piel arder. Allí, justo sobre el pecho, el dije brillaba con un resplandor apagado, y la marca que había dejado en su carne seguía enrojecida, como un recordatorio cruel de que estaba rodeada de enemigos.
Se incorporó despacio, controlando el dolor de las heridas recientes. Había sanado las más visibles con su don, pero en su interior la rabia seguía abierta, palpitante. Aun así, sabía que no podía permitirse el lujo de mostrarse rota. La manada olía la debilidad, y Tania esperaba justo eso para destruirla.
Tala respiró hondo y cerró el puño sobre el colgante.
—No más errores —murmuró apenas audible, como un juramento.
El reflejo de su propio rostro en un cuenco de agua la sorprendió: ojos firmes, duros, nada que ver con la loba sumisa que debía aparentar ser. Consciente de ello, ensayó una sonrisa humilde, bajó la mirada, relajó los