La luna colgaba en lo alto como una centinela blanca, rodeada por un cielo despejado que parecía contener la respiración. Esa noche, la manada del lobo plateado se había reunido en el gran claro central para conmemorar la vida del antiguo alfa, padre de Ruddy, quien había guiado a su gente con honor durante casi tres décadas.
El ambiente olía a incienso, resina y sangre de lobo. Las ofrendas se acumulaban alrededor del altar: flores, plumas, piedras lunares y pequeñas esculturas de hueso tallado. Todo hablaba de una tradición milenaria.
Tala descendió por el sendero principal acompañada por dos guardianes. Iba envuelta en un manto plateado que reflejaba la luz de la luna como si esta misma la reclamara como su hija. Su vientre prominente, de seis lunas, se alzaba con orgullo y firmeza, sin miedo. Su andar era pausado, pero cada paso transmitía autoridad.
Las miradas se clavaron en ella, algunas con respeto, otras con incomodidad. Aunque seguía siendo la esposa del alfa, la sombra de T