El corazón me dolió cerca de seis semanas.
Seis semanas de agonía lenta en el cautiverio de mi propia casa. Seis semanas en las que no pasaba un día en el que no quisiera volver a verlo, escucharlo, darle la oportunidad de explicarse. Seis semanas en las que respiraba Dalton Savage.
Mi pierna sanó, con una cicatriz rojiza que era un mapa de mi dolor y una línea de sutura que recordaba el momento exacto en que mi vida se fracturó, pero sanó. Durante esas semanas, cada día fue una batalla contra la necesidad de llamarlo, de ir corriendo a esa puerta y exigir una verdad diferente. Apagué esa necesidad con películas, libros y el llanto silencioso que me agotaba hasta el sueño, o eso me dije cuando ya no podía llorar porque no tenía lágrimas.
Las semanas pasaron con llanto y con una decisión cada vez más firme: debía olvidarlo. Dalton no respondió nunca el mensaje que le dejé, no envió su dron, no me buscó en las redes sociales y menos se apersonó en mi casa para elegirme de nuevo. Dalton