La cerré.
Cerré la puerta con ese golpe sordo y final, separándonos ineludiblemente. Un muro de caoba y traición se posicionó entre ambos, alejándonos para siempre. La sensación del frío pomo de bronce en mi mano era la única ancla que me impedía colapsar mientras escuchaba a Daisy al otro lado de la puerta gritar y golpear la madera, y el sonido hueco de su muleta. Cada sonido era un látigo contra mi espalda y nunca antes me sentí más miserable en la vida.
—¡Sal! ¡Esto no ha terminado! ¡Dame la cara! ¡Dime que no me quieres! —Su voz, filtrada por la madera, era una agonía pura que me quebraba por dentro—. ¡Mírame y dilo! ¡No seas un cobarde!
Me quedé pegado a la puerta, mi espalda contra la caoba helada. Cada golpe era un martillazo en mi cabeza y pecho. «Me está llamando cobarde, pero si abro la mato. ¿Cuál es el peor dolor?»
Entonces me golpeó una ráfaga de recuerdos: el sabor salado de sus lágrimas en la camioneta, suplicándome que no la soltara, su risa cuando resolvimos la const