El nacimiento de nuestras hijas gemelas fue la antítesis de la tormenta que había sido nuestra vida. Fue una bendición doble, y una celebración tranquila y luminosa, sin alarmas ni amenazas. En lugar de la fría urgencia de la UCI, solo había la suave, aunque intensa, sinfonía del hospital, acompañada por la voz de Dalton, completamente desarmado y llorando como un niño.
—Doctor Andrews, con mi experiencia en física avanzada, le aseguro que la división de un cigoto en dos entidades genéticas idénticas, después de la toxicidad que sufre este cuerpo, es una desviación estadística que roza el absurdo —protestó Dalton, con su ridícula bata azul, justo cuando la pequeña Victoria rompía a llorar, seguida un segundo después por el clamor de Hope.
La ciencia, el razonamiento y la probabilidad habían sido silenciados por el poder simple e irrefutable de dos milagros.
Nuestras hijas eran pequeñas, pero sus llantos eran fuertes. Victoria era la más observadora y tranquila, con mi cabello rizado y