El sonido del disparo destrozó el silencio de la noche y el de mi corazón. En cuanto la bala salió del arma, me lancé sobre mis pies. El suelo del despacho estaba frío y mi corazón tan caliente como el clítoris en medio de mis muslos. Recogí la ropa dispersa, la sudadera, el pantalón y la ropa interior rasgada, en un manojo patético y hui. No me detuve a saber si lo había matado. Supuse que sí, o que al menos le dejé claro el mensaje de que no era más su marioneta. Escapé como los cobardes, pero fue la única manera.
Corrí fuera de la mansión y subí a la camioneta que había dejado a menos de una manzana. En un segundo estaba en la autopista, semi-desnuda, agitada, excitada y con la sangre golpeando mi cabeza en un ritmo frenético. Lo que sucedió esa noche fue la cosa más loca que alguna vez hice. No solo fue la primera vez que disparé un arma de fuego con intención de matar, sino la primera vez que tuve a un hombre entre mis muslos, y la casualidad fue que era el mismo hombre. La misma