Se dicen monstruosidades de él.
Dicen que viene por la noche y destroza a sus enemigos.
Se dice que arranca sus gargantas y expone sus huesos.
Se dice que su corazón es de acero y nadie lo penetra.
Se dice que lo perdió todo, y no le teme a nada.
Se dice que busca una esposa.
Y por desgracia, soy yo.
El velo blanco era largo, demasiado para gusto de mi prometido. Era de encaje, hermoso. Mi cabello negro estaba oculto, al igual que las lágrimas que derramé en silencio. El maquillaje estaba intacto, pero mi corazón estaba roto. Se decía tanto de él, que imaginarme caminando al altar hacia él, era impensable.
Fui vendida y comprada.
Fui subastada como un caballo en un hipódromo.
Fui esclava de una decisión que cambió el curso de mi vida.
Probarme mi vestido de novia teniendo tan solo veinte años y una nula experiencia de vida, no solo cambió todo lo que pensé que sería mi futuro, sino que temí lo peor para mí.
Mi infancia fue hermosa, mi adolescencia un idilio, hasta que mi padre acabó con todo lo bueno por culpa del dinero. La ambición lo llevó a corromperse, a volverse el hombre más cruel. Me entregó en sus manos como si fuera un objeto, cuando lo único que mi madre siempre deseó fue que fuera feliz, que tuviese la vida que ella no tuvo. Mi madre era una santa, y aun la recuerdo con una sonrisa en el rostro. Recuerdo su aroma, sus vestidos unicolores. Recuerdo ese cabello que brillaba bajo el sol, pero lo que más recuerdo son sus palabras, unas que mi padre pareció olvidar sobre mí. Siempre fui un alma libre, y mi madre lo supo desde que era una niña.
Años atrás
—¡Avery Fox! —gritó mi madre—. ¡Baja de allí!
Mis pequeños pies se deslizaron por el pasamanos del balcón que daba al jardín trasero. Mi madre solía leer sus libros de Jane Austin cada tarde, y yo, la niña traviesa, hacía cualquier tontería para llamar su atención. Ese día pensé que sería divertido subir al balcón. Mis pies eran pequeños, delicados, y mis medias eran largas y decorativas. Mi madre solo me quitó la mirada unos segundos para cambiar la hoja, cuando mi tobillo se dobló y mi cabeza rebotó en el piso. El aullido que brotó de mi boca fue como un lobo herido, y mi madre saltó de su silla, dejando el libro para recogerme.
—¡Mi niña! —aulló—. ¿Estás bien? ¿Qué te duele?
Me acunó en sus brazos, como una pequeña avecilla.
—Estoy bien, mamá —dije con la cabeza zumbando de dolor.
Mi madre reparó mi cuerpo, y encontró una magulladura en el muslo. No brotaba casi sangre, pero manchó mi vestido blanco.
—Tienes una herida —dijo apretándola—. Buscaré el botiquín.
Yo alcé la mirada para ver sus hermosos rizos negros.
—Te dije que estoy bien.
Ella suspiró.
—No seas mi niña valiente hoy —dijo al apretar mi mejilla en un gesto lindo de amor y protección—. Te curaré.
Yo clavé mis uñas en su brazo.
—No quiero que me cures. Quiero que sigas leyendo en voz alta mientras camino. Por favor, mamá. Solo eso te pido.
Mi madre era una mujer distinta al resto, y sí, quizá todos decían eso de sus madres, pero la mía era un ángel del cielo.
—Mi niña valiente —dijo—. Deseo que ese corazón siga siendo bueno cuando me vaya, y que tu valentía no se vaya conmigo.
Yo no entendía que quería decir. Era una niña.
—Tú no te irás —dije con una sonrisa—. Siempre serás mi mamá.
La sonrisa de ella fue forzada.
—Siempre —dijo dejando otro beso en mi mejilla.
Recuerdo que esa tarde cerré mis ojos, y cuando los abrí mi madre no estaba. El cáncer se la llevó tan pronto como mi raspadura se curó, y me dejó sola con mi padre, que aunque hasta ese momento no me quejaba de él, cometió error tras error en su soledad, y el peor fue ser parte de los Segadores.
Con los años todo cambió. Mi cuerpo creció y se volvió exótico, mis ojos atraparon a más de un hombre, y mi padre, preso de la desesperación entre su vida y la mía, eligió la suya.
—¿Qué piensas, cariño? —preguntó mi padre.
Yo lo miré. Los años no fueron agradables con él. Tenía arrugas, marcas de los enojos, marcas de vida, cicatrices de pelea. Después de mi madre se hundió, y me llevó con él.
—Pienso en que mamá jamás hubiera permitido que hicieras algo como esto —dije levantando la voz para que me escuchara—. ¿Sabes todo lo que se dice de ese hombre? ¡Es un monstruo!
—Es un esposo para ti. Te cuidará como yo lo he hecho.
Miré mi plato a medio comer.
—¿Significa que él también me venderá? —pregunté al vacío.
Mi padre quiso tocar mi mano.
—No te vendí. Nunca lo haría.
—¿Y qué significa esto? —repliqué quitando mi mano.
Mi padre suspiró. Según, estaba entre la espada y la pared, y la única solución fue dar lo único que tenía: una hija. Mi padre alzó los hombros como uno de los Segadores, y unió sus dedos sobre la mesa. Era su típica actitud de que todo estaba bien y de que él mandaba. Yo siempre sería una niña para él, y para “protegerme” de los peligros del mundo, me enviaría con un hombre que era mil veces peor que cualquier peligro existente. Lo que se decía de él eran atrocidades, comenzando porque era un lobo para matar.
—Avery, no quiero que cuestiones mis elecciones. Tu eres mi hija, mi amada hija, y quiero lo mejor para ti. ¿Cuándo te he fallado?
Era verdad. Nunca me falló, pero tampoco fue el mejor. El problema para Avery era que ya no era una niña. Su padre quería seguir mintiéndole como cuando su madre murió. En ese momento le dijo que su madre solo dormía, que algún día volvería a despertar, y diez años después le mentía sobre su matrimonio, con el emblema de que eso era lo mejor porque nadie podía protegerme mejor que él. Yo no necesitaba protección. Necesitaba a mi padre.
Eso me decepcionó, y levantándome de la mesa, tiré la servilleta sobre el filete y enderecé la espalda como la hija perfecta.
—Solo necesitas fallar una vez, y ya lo hiciste.
Me levanté de la mesa con el corazón doliéndome, y solo fue peor. Mi padre, el que pensé que me amaba por sobre todas las cosas, solo miró mi cuerpo alejarse a las escaleras, sin deseo de seguirme.
—Sin importar lo mucho que me odies, te casarás con él —dijo alto cuando comencé a subir—. Te casarás con el Segador.
Mi corazón latió tan rápido que empujé la puerta de mi habitación para lanzarme en la cama. Grité en una almohada, y aunque lo intenté, las lágrimas no se detuvieron. No me sentía una adulta capaz de llevar un matrimonio. Me sentía una niña; una pequeña que necesitaba de su padre. Y con el corazón doliéndome, salí de la cama, me limpié el maquillaje y me senté frente a la cómoda. Me miré en el espejo, respiré profundo y, por una vez en mucho tiempo, fui la persona fuerte que no se casaría con nadie.
—Nunca —dije en el espejo—. Nunca me casaré contigo, Segador.