2 | Mi ángel

La sangre salpicó todo mi rostro cuando saqué el cuchillo de su cuello. Adoraba el sabor de la sangre cuando tocaba mi lengua. Era un sabor a hierro, a plomo, a balas. Era el sabor de la vida saliendo de su cuerpo y la muerte deslizándose por su cuerpo destrozado.

Adoraba el sabor de una vida quitada.

Mantuve el cuchillo en mi mano, sosteniéndolo con fuerza, a medida que veía como la vida se evaporaba de su cuerpo. Escupía sangre, intentaba zafarse de las amarras para acunar su cuello y parar la sangre. Quería tanto hablar, que se ahogaba con su propia sangre, y yo, yo solo miré como dejaba de respirar. No me aparté de él hasta que su cabeza quedó colgando, con sangre saltando de su cuello como una cascada. Era la mejor y peor sensación del mundo; la mejor porque nada compensaba o se asemejaba a cobrar venganza por mano propia, y la peor porque la muerte llegaba por ellos muy rápido. Quería verlo agonizar, destruirse, suplicar.

Y cuando la emoción por la muerte terminó, solté el cuchillo y pasé las manos por mi rostro. Me embarré con su sangre, saboreé su sangre. Fue un Segador menos; uno menos en mi lista.

—¿Qué hacemos con él, señor? —preguntaron.

Lo poco que quedó de él, era digno de exhibirse.

—Cuélguenlo en la puerta de la casa de su esposa —ordené—. Quiero que vea lo que sucede cuando contradicen mis órdenes.

Y girando, me alejé de su cuerpo. Mi tarea estuvo hecha. La orden fue dada. No había mucho que hacer después de eso, así que me quité el saco blanco manchado con su sangre y alguien me tendió un pañuelo para limpiarme. Dejaríamos la fábrica esa misma tarde, antes de las inspecciones del personal la mañana siguiente.

Colgarían el cuerpo en la puerta, limpiarían la sangre del piso, y nadie asociaría que estuve en este lugar, cometiendo crímenes atroces con mis enemigos. Nadie asociaría el apellido Savage con crímenes organizados, ni con personas descuartizadas.

Intenté limpiar la sangre con el pañuelo, pero era tanta, que solo me embarré más. Tiré el pañuelo al suelo y caminé hasta la camioneta. La puerta estaba abierta, el aire encendido, y la camioneta salió de ese lugar con rapidez y apuro. Miré mi rostro manchado con la sangre de Tyler y sentí asco. No era más que un marginado que pensó que vendiendo información a mis enemigos conseguiría el lugar que “le pertenecía por derecho”.

La camioneta giró para llevarme a mi pent-house, cuando el líder de mi escuadrón me informó que había visitas en mi casa.

—El señor Fox solicita hablar con usted —informó.

El señor Fox… El señor Fox no era más que un socio minoritario de mis acciones en la bolsa de valores. El dinero que entraba en la bolsa era el que entraba a nuestras cuentas para ser el lavado. Dinero que provenía de prostitutas en países pobres y droga en discotecas y universidades famosas. Dinero y más dinero, era lavado día tras día en la bolsa, y el señor Fox tuvo la oportunidad de hacer crecer su capital conmigo. ¿El problema? Se equivocó. Cometió un error que le costó la vida al ser que más amaba e idolatraba en esta vida, y es algo que jamás le perdonaré.

Cuando bajé de la camioneta para subir al pent-house, miré la camioneta del señor Fox en la entrada. Mis escoltas entraron en el ascensor y presionaron el último piso. En un segundo las puertas se abrieron y me encontré con el desagradable señor Fox. No era un hombre que pareciera de la vida baja, pero su actitud era una que me molestaba, y lo que más me molestaba era verlo respirar.

—Esperaba verlo hasta la boda —dije acercándome a él.

Vi como sus ojos se agrandaron, como su quijada casi cayó. Casi lo escuché tragar fuerte por mi apariencia, y me gustó.

—Hola, señor —saludó tembloroso, como siempre. Era un hombrecito pequeño frente a mí—. Veo que esta ocupado.

—Y mucho más para ti —respondí tajante y cortante como un casi nuero veía a su casi suegro desagradable—. ¿Qué quieres?

El hombre tragó. Lo vi mover la manzana en su garganta.

—Hablar de mi hija.

Miré sus zapatos. Estaban sucios.

—¿Pasó algo con ella?

Hubo un silencio que encontré desagradable. Odiaba cuando me hacían perder el tiempo. Si no sabía lo que quería, no debía molestarme. Era un animal cuando era molestado.

—Mi hija no desea casarse, señor —dijo al final—. Hice ese trato con usted porque estaba desesperado, pero ahora entiendo que no es lo mejor. No puedo obligarla a casarse con usted. Es mi pequeña.

Lo miré; lo miré de una manera que lo desintegré.

—Yo también esperaba una pequeña cuando tu me lo arrebataste todo —gruñí con ese mismo odio que hervía dentro de mi desde esa noche—. Estás vivo por mi piedad, pero no tientes tu destino.

El señor Fox unió sus manos. Suplicaría.

—Sé que cometí un error y estoy muy arrepentido de ello —dijo frotando sus manos en una súplica que no tenía reacción en mí—. Ojalá pudiera regresar el tiempo atrás para nunca haber cometido tal atrocidad. Lo lamento muchísimo, señor, pero mi hija…

—Será mía —ratifiqué—. Tu hija es mía. Es mi pago por tu error.

Se equivocó, mi pequeño ángel murió, y no había manera humana de que lo perdonara. Le regresé el alma al cuerpo cuando le pedí a su hija. ¿Qué era ella para él más que su vida? La pequeña Fox sería mía porque ese era el precio a pagar, uno que él cumpliría.

—Pero, señor, ¿no puede pedirme otra cosa? —preguntó arrodillándose. No parecía un socio, parecía más un lacayo que buscaba un aumento de sueldo o el fin de la esclavitud—. Haré lo que me pida, seré lo que me pida, pero no me la quite. Ella es todo lo que tengo. Es mi pequeña, y le prometí a su madre cuidar de ella.

Al escuchar madre la recordé a ella, a mi ángel, recordé sus ojos enamorados, recordé su expresión de satisfacción cuando la besaba. Recordé su voz angelical, recordé su pequeño vientre abultándose a medida que pasaban los días. Recordé el amor que sentía por mí, y que mi vida era enteramente de ella. Recordé la última vez que la vi en una cama de hospital, llena de sangre, y la barrera que ella bajó para que la amara, no solo subió, sino que se hizo gigante.

—Debiste pensarlo antes —respondí—. Y te equivocas, no es todo lo que tienes, aun tienes tu vida porque así lo decidí.

Moví la cabeza para que lo levantaran del piso y lo sacaran de mi vista. No necesitaba que dijera nada más. La decisión fue tomada, y ella, al costo que fuese, llegaría a esa iglesia este domingo.

—Quiero que tu hija este en el altar el domingo por la mañana, o no solo te mataré a ti, sino que le abriré las entrañas a tu hija y haré que te las comas —advertí—. Elige vivir, o entrégamela.

Entré al pent-house, y poco escuché de lo que gritó antes de que la puerta se cerrara. No me importaba su corazón ni su dolor. No me importaba que tuviera remordimientos por lo que eligió, y si estaba tan mal con ello, siempre existía una solución para ello.

Entré a la ducha, me lavé la sangre y salí a tomar un trago con una toalla anudada en la cintura. Podía sentir mi piel mojada cuando subí el trago y miré por el ventanal. Nos vi de nuevo cerca del piano, ella tocando y yo observándola. Mi ángel estaba en todas partes, y no había manera de borrarla.

—¿Cuál es su obsesión con la señorita, señor? —preguntó mi consejero, el señor LeMac. Era mi asesor desde antes de su muerte, y seguía siéndolo a día de hoy, cuando bebí mi trago con gusto.

—Porque es lo que debe ser —respondí—. Él me quitó todo lo que me importaba, y ahora yo le quitaré lo que más quiere.

Él se mantuvo parado, observándome tomar.

—¿No debería dejar que su esposa descanse en paz?

Apreté el vaso con fuerza.

—Descansará cuando la vengue —dije mirando el piano.

—Pero es una niña.

—Que pagará por los pecados de su padre —gruñí aplastando el vaso en mi mano. Apreté tan fuerte que lo sentí dentro de la piel, y eso era lo que necesitaba, dolor—. Ella será mi redención.

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