Hugo volvió a jugar con los niños, quienes le pedían ansiosamente que volara el cometa. Reían, saltaban, lo jalaban de los brazos, y él, entre carcajadas, se dejaba arrastrar por su entusiasmo. Desde la banqueta, Iris los observaba en silencio, con los brazos cruzados sobre las rodillas y una expresión que no lograba decidirse entre la ternura y la sospecha.
Uno de los niños se acercó sigilosamente al oído de Hugo y le murmuró algo entre risas. Hugo alzó las cejas, fingiendo sorpresa, y luego giró la cabeza hacia Iris con una sonrisa traviesa dibujándose en los labios. Caminó hasta ella, con esa seguridad que tanto la desquiciaba, y se detuvo justo frente a sus pies.
—Tus primos me han apostado que, si vuelas el cometa mejor que yo… tendrás que besarme.
—¿Estás seguro que los niños te han pedido eso? —preguntó Iris, alzando una ceja con escepticismo, aunque el leve rubor en sus mejillas la traicionaba.
Hugo se encogió de hombros, todavía con esa sonrisa que parecía hecha para sacarla