El suave resplandor del amanecer se colaba por los visillos de lino, tiñendo la habitación con los cálidos rayos del sol. Afuera, la ciudad eterna despertaba poco a poco, pero allí dentro, el mundo seguía detenido.
Iris dormía sobre su costado, con el cabello desordenado cayéndole como fuego sobre la almohada. Sus labios, entreabiertos, dibujaban una pequeña sonrisa inconsciente, como si incluso en sueños él estuviera presente.
Hugo, todavía entre el sueño y la vigilia, movió la mano bajo las sábanas hasta encontrarla. Con los dedos buscó su cintura y luego los deslizó suavemente para atraerla hacia él.
Ella, sintiendo su tacto cálido y firme, suspiró, abriendo apenas los ojos. Hugo se inclinó hasta su oído, su voz ronca y baja, casi un secreto entre ellos:
—Buenos días, señora Barnard…
Iris sonrió, con esa sonrisa suya que siempre lograba desarmarlo, y giró apenas la cabeza para mirarlo.
—Buenos días… —susurró, rozando su nariz contra la suya.
Él no esperó más. Su boca encontró la de