El cielo ya comenzaba a teñirse de naranja cuando Iris y Hugo entraron al patio trasero, cubiertos de pintura desde la cabeza hasta los tobillos. La risa de su familia llenaba el aire.
—Ay, por Dios bendito… —dijo la abuela, levantándose ligeramente de su silla de mimbre con los ojos muy abiertos.
—¿Qué les pasó? —exclamó Ciaran, levantando las pinzas de la barbacoa como si fueran armas.
—Batalla campal —dijo Hugo, con solemnidad—. Fuimos vencidos por tropas de menos de un metro de altura.
Cici, quien se había carcajeado, escondió rápidamente su copa al ver como Iris la fulminaba con la mirada.
—¡No se les ocurra sentarse en los muebles! —gritó su madre desde la cocina—. ¡Directo al baño, los dos!
—Ya nos íbamos a excusar —respondió Iris, mientras tomaba la mano de Hugo y lo arrastraba escaleras arriba, los dos todavía riendo como niños.
Una vez en la habitación, cerraron la puerta y se miraron por un segundo. Solo un segundo. Lo suficiente para que el silencio cobrara otro matiz.
Iri