La habitación del hospital estaba en silencio, apenas interrumpido por el pitido constante de las máquinas y el murmullo suave de voces afuera. Iris, recostada en la cama, con el rostro aún cansado pero encendido de emoción, miraba ansiosa hacia la puerta.
—¿Por qué tardan tanto en traerla? —preguntó, volviéndose hacia su madre, que estaba sentada a su lado, acariciándole el brazo con ternura.
—Seguro la están dejando perfecta para ti —respondió María con una sonrisa tranquilizadora.
—Hugo debería estar de vuelta ya —añadió Ciaran, de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados pero los ojos llenos de impaciencia.
Como si lo hubieran invocado, la puerta se abrió suavemente, y Hugo entró con la pequeña envuelta en una mantita blanca. La llevaba con delicadeza, como si el más leve movimiento pudiera romper algo sagrado.
Sus ojos se encontraron con los de Iris, y ella supo de inmediato que algo en él había cambiado. Era el mismo Hugo… pero también era otro. Un hombre completamente en