La habitación del castillo Ashford olía a perfume dulce y a nervios.
La luz dorada de la tarde entraba por los ventanales, envolviendo a todas en un brillo suave, como si el propio día supiera que estaba a punto de ser inolvidable.
Iris estaba sentada frente al espejo, con las manos sobre el regazo para intentar que dejaran de temblar. Por momentos se atrevía a mirarse… y sonreía sola. Era ella. Era su reflejo. Y, sin embargo, nunca se había visto tan distinta, tan feliz. Tan… lista.
Su madre estaba justo detrás, dándole los últimos toques al vestido, alisando una y otra vez la falda con manos expertas. En un rincón, su abuela no disimulaba las lágrimas mientras la miraba como si no pudiera creer que su niña ya estaba a punto de casarse.
Las demás estaban alrededor, vestidas todas con los delicados vestidos de dama de honor: largos, de tul rosa claro, sin tirantes, con pequeñas flores rosadas cosidas aquí y allá. Un diseño suelto y sencillo que, aun así, las hacía ver preciosas.
Cici,