Capítulo 14

Decidida a no perder más tiempo, se incorporó con esfuerzo y recogió el desorden como pudo. Luego, se colocó lo que quedaba de su vestimenta —harapos aún manchados de sangre—, y salió del baño.

—¿Dónde está mi espada? —inquirió, apenas cruzó el umbral de la puerta.

Alec, recostado contra la pared con los brazos cruzados, alzó una ceja.

—Te molestas, finges irte, luego me obligas a decirte dónde hay un baño… y te atrincheras ahí por casi una hora. ¿No crees que merezco una explicación antes de responder tus preguntas?

—¿Dónde está mi espada? —repitió ella, ignorando su comentario. Ni siquiera se dignó a mirarlo.

No pensaba darle explicaciones a un ser inferior.

—Creo que ya te había mencionado que tienes un carácter encantador— Alec chasqueó la lengua antes de alejarse. Al cabo de unos segundos, volvió con la espada en la mano.

—¿Algo más, su alteza? —dijo, tendiéndosela con una reverencia exagerada—. No quiero que se diga que no sé tratar a una dama con delirios de grandeza.

Serethia le arrebató la espada, como si el pensar acercarse más le resultara repulsivo, y sin decir nada, avanzó hasta la puerta.

El hombre no se ofendió, solo rió como si la actitud le causara mucha gracia. 

 —No deberías marcharte aún — Alec añadió, con un tono más serio esta vez—. Estás herida.

—Pronto sanaran—replicó ella, restándole importancia. Con el polvo de plata fuera de su cuerpo, en algunas horas sus heridas se regenerarían por completo.

—No sé qué problemas tuviste, pero dudo que en este momento puedas hacerles frente.

Ella se detuvo.

—¿Me estás ofreciendo tu ayuda?, ¿a qué precio?

—Si apareces muerta, podría ser uno de los principales sospechosos… Solo me estoy cubriendo—explicó él, encogiéndose de hombros—. Pero claro, si puedes seguir haciendo lo que sea que hacías antes de que te encontrara, puedes marcharte.

Serethia se volvió lentamente, la espada en la mano. Sus heridas aún no se habían regenerado completamente. Y estaba en el mundo sin nombre, el de los exiliados. No sabía si aún quedaban licántropos. O si estos podían percatarse de su presencia.

Era una Luna caída… pero aún pertenecía al Alfa, heredero del linaje que los había condenado al exilio.

El humano, aunque ignoraba por completo lo que ella era o lo que ocultaba, no estaba del todo equivocado en una cosa: todavía no estaba lista para desafiar al destino que insistía en arrastrarla.

—Esto no es una alianza —dijo al fin.

—Por supuesto que no —replicó Alec, cruzándose de brazos y fingiendo seriedad ante los comentarios sin sentido que ella hacía—. Esto es tú usando mi hospitalidad como excusa para descargar tu crueldad conmigo, una pobre alma bondadosa.

Serethia sostuvo su mirada durante un largo instante antes de dejar la espada con cuidado sobre la cama. No confiaba en él, pero necesitaba un escondite, y nadie imaginaría que la orgullosa heredera del clan Velaryss conviviría con alguien tan inferior como un humano.

Y si aquel hombre se atrevía a traicionarla, no dudaría en acabar con una criatura tan insignificante… sin sentir el menor remordimiento.

—No te deberé nada —dijo de forma sería—, así que mantén tu distancia… o tus manos no servirán para volver a sanar.

—Lo que usted diga, su majestad.

Serethia asintió, sabiendo que acababa de romper una regla sagrada. Estaba prohibido convivir con humanos.

Los licántropos que viajaban a ese mundo por mandato, debían mantener la distancia de criaturas inferiores.  Incluso si eran exiliados, si se descubría un vínculo con humanos, serían ejecutados por manchar el linaje proveniente de la diosa Sel-Naïma.

Pero ya había roto tantas reglas… ¿Qué diferencia había en romper una más?

Además, el humano podría serle útil antes de desecharlo. 

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