Serethia se miró en el espejo y tiró de la tela con disgusto. La prenda le resultaba incómoda, insípida… demasiado humana. Ni los colores ni la textura le agradaban, y no entendía cómo podían considerar eso aceptable. Pero no tenía opción: su antigua vestimenta se había reducido a harapos.
Con un suspiro resignado, se dirigió hacia la salida de la habitación y se asomó al pasillo. Había pasado horas encerrada, negándose a ponerse esas ropas… y a ver al humano.
Había transcurrido ya un día desde su llegada, y aún no había probado agua ni alimento. Tampoco había dormido. No confiaba en él, ni en que alguien pudiera rastrearla y hacerle daño.
Sin embargo, después de un día sin probar bocado, no pudo resistirse al olor de la comida. Lo siguió hasta lo que dedujo era la cocina, un lugar tan extraño como el resto de la casa, con muebles, todos rectangulares y brillantes que parecían fríos y antinaturales.
Inspiró hondo; el aroma provenía de una gran caja plateada. Se acercó con cautela, exa