La noche había caído como una cortina densa, silenciando incluso a los lobos del bosque. Afuera, el viento arrastraba hojas secas que golpeaban contra las ventanas como si también exigieran respuestas. Pero yo ya no podía seguir ignorando el eco dentro de mí. Ese que gritaba que lo que tenía con Aiden estaba a punto de romperse... o de renacer con una fuerza devastadora.
Estaba sentada en la sala, con las piernas recogidas contra el pecho y una taza de té frío entre las manos, cuando lo sentí acercarse. No lo escuché. No lo vi. Lo sentí. Su presencia me erizó la piel incluso antes de que su sombra apareciera en el umbral.
—Necesitamos hablar —dijo él con esa voz profunda que siempre había sido mi ancla… y, a veces, mi tormenta.
Levanté la mirada. Lo vi, y por un instante quise correr. No porque le temiera, sino porque temía lo que podríamos decirnos esta vez. No había marcha atrás cuando se desnudaba el alma.
—Sí. —Dejé la taza en la mesa con un golpe seco—. Ya no puedo seguir fingiendo que todo está bien.
Él avanzó unos pasos, pero mantuvo una prudente distancia. Estaba tenso, contenido, como si estuviera al borde de estallar, pero aún intentando protegerme de sus esquirlas.
—¿Desde cuándo sabes? —preguntó con la mandíbula apretada.
—¿Que me ocultas cosas? Desde el primer día. Pero hasta hace poco, no sabía qué.
Él asintió, bajando la mirada por primera vez. Fue ahí donde supe que esta vez sí iba a hablar. Que no iba a esconderse tras su papel de Alfa, ni detrás de esa dureza que usaba como armadura. Esta vez sería él. Solo él. Sin coronas, sin cadenas.
—Te mentí. Y lo peor es que lo hice creyendo que era por tu bien —murmuró, con la voz rota.
—Aiden… —Mis labios temblaron. Parte de mí no quería escucharlo. Quería seguir en la ignorancia segura. Pero no podía—. Dímelo todo. No quiero medias verdades.
Él se sentó frente a mí, sus ojos plateados brillando como cuchillas en la penumbra. Me sostuvo la mirada. No parpadeó. No titubeó.
—La noche que llegaste a esta manada, yo ya sabía quién eras.
Mi mundo se quebró un poco más.
—¿Qué? —Mi corazón golpeó con tanta fuerza que me dolió en las costillas—. ¿Sabías quién era? ¿Desde antes de verme?
—Sí. Te rastreamos, Luna. Desde el momento en que cruzaste el límite del territorio. Yo sabía que eras la hija exiliada del clan del Este. Sabía que tenías sangre real. Y también sabía que eras mi mate.
—¡¿Lo sabías y no me lo dijiste?! —La furia se coló entre mis palabras, atravesándome como fuego líquido.
—No podía. Tenías tanto miedo, tanto dolor... Si te decía quién eras para mí desde el principio, habrías huido. O te habrías rendido. Y yo... yo necesitaba que eligieras quedarte. Por ti. No por el vínculo.
Mi respiración se volvió errática. Estaba atrapada entre la rabia y una punzada traicionera de comprensión.
—¿Me manipulaste?
—Te protegí. Lo intenté, al menos. Pero lo arruiné todo, ¿no?
Cerré los ojos. Las imágenes pasaban en mi mente como una película. Cada gesto, cada mirada suya. Todo adquiría un nuevo significado. Nada había sido casual. Y sin embargo, había sido real.
—¿Y qué más? —susurré, aunque parte de mí ya no quería saber—. ¿Qué más me ocultaste?
Aiden tragó saliva. Lo vi debatirse entre contarlo o no. Finalmente, se inclinó hacia adelante, sus manos entrelazadas como si buscara fuerza en sí mismo.
—El ataque al campamento del Sur… no fue un accidente.
Mi cuerpo se tensó. Sentí la sangre helarse.
—¿Qué estás diciendo?
—Fue una advertencia. Para mí. Por tenerte aquí.
Me levanté de golpe. La alfombra amortiguó el sonido, pero nada pudo ocultar el estremecimiento que me sacudía.
—¿Entonces todo esto es por mí? ¿Tu manada está en peligro por mi culpa?
—No, Luna. Ellos te quieren. Eres parte de esto. Pero hay otros que no lo aceptan. Viejos enemigos de tu linaje. Y ahora... también míos.
Me llevé las manos a la cabeza, sintiendo que el peso de las verdades me empujaba contra el suelo.
—No puedo con esto, Aiden. Me estás diciendo que lo que pensaba que era mío... esta paz, esta familia, este amor… todo era una mentira cuidadosamente tejida para que yo no huyera.
Él se acercó. No me tocó. Pero su voz se deslizó como una caricia.
—Nada de lo que sentí por ti fue una mentira. Te juro que no sabía cómo manejarlo. Solo… supe que si te perdía, no podría seguir.
Mis lágrimas cayeron sin permiso. No por tristeza. Por frustración. Por amor mal entregado. Por miedo.
—Aiden, no necesitaba que fueras perfecto. Solo sincero.
Él bajó la mirada. Luego la alzó, y había tanto en esos ojos que dolía mirarlos.
—Entonces, aquí está mi verdad desnuda, Luna. Sin escudos. Sin orgullo: Te amo. Te amo como nunca pensé que pudiera amar. Y sí, te mentí. Pero no porque no confiara en ti, sino porque no confiaba en mí mismo para merecerte.
Me cubrí el rostro con las manos. Las emociones me golpeaban como olas, cada una más feroz que la anterior.
Me acerqué a él. No lo abracé. No lo besé. Pero me senté frente a él. Lo miré como si lo viera por primera vez.
—También tengo miedo —admití, la voz temblando—. Miedo de confiar. De perderme. De ser solo “la elegida”, “la mate”, y no una mujer con voluntad propia.
—Eres Luna antes que cualquier título. Y quiero aprender a merecerte. A cada paso.
Nos quedamos en silencio. Largo, pesado. Pero no incómodo. Era un silencio necesario, como el que precede a una tormenta... o a la calma.
Finalmente, me incliné hacia él. Tomé su rostro entre mis manos, suave pero firme.
—Esto no borra el dolor. No arregla todo. Pero si seguimos con máscaras, solo nos haremos más daño.
—Entonces empecemos de nuevo. Aquí. Ahora. Con la verdad entre nosotros.
—Solo la verdad puede liberarnos —repetí, sintiendo que algo se quebraba… y algo nuevo nacía.
—Aunque duela —susurró él.
Y esa noche, no nos prometimos perfección. Pero nos prometimos verdad.
—¿Y qué haremos ahora? —pregunté, con la voz más frágil de lo que pretendía. Estábamos frente a frente, dos fieras heridas, dos voluntades quebradas intentando coserse con retazos de verdad.
Aiden me miró como si cada parte de él estuviera aferrándose a la mía. No respondió enseguida. En lugar de eso, su mano se deslizó lentamente por el suelo hasta que sus dedos rozaron los míos. Su tacto fue apenas una caricia, pero me recorrió como un suspiro largo, tibio, necesario.
—No lo sé. Pero si te quedas… podemos construirlo juntos. Lo que tú elijas que seamos.
Mis labios se entreabrieron. La respuesta más fácil habría sido decir que sí. Que sí quería eso. Que lo amaba, que lo perdonaba, que podíamos intentarlo desde cero. Pero no era una novela donde el amor lo curaba todo. Esto era real. Doloroso. Complicado.
Y aún así… él seguía ahí. No como Alfa. No como el dominante que me había hecho temblar desde el primer momento. Sino como el hombre que me había esperado en silencio, incluso cuando no sabía si regresaría.
—Me quedo —dije al fin, en voz baja—. Pero no por el vínculo. No por lo que somos según las estrellas. Me quedo por lo que me haces sentir cuando no estás intentando controlarlo todo. Me quedo por ti. El verdadero tú.
Lo vi exhalar por la nariz, como si ese pequeño sí le devolviera el aire que había contenido por días, semanas... tal vez desde que me conoció.
—Entonces esta vez, lo haré bien —prometió, rozando mis nudillos con la yema de su pulgar—. Sin secretos. Sin juegos.
—No te lo pondré fácil —advertí, arqueando una ceja.
—Lo sé. Por eso valdrá la pena.
Me reí. Fue breve, pero real. Después de tanto, sentir la risa arrancarse de mí sin esfuerzo fue casi un acto de resistencia.
—¿Y qué pasará con quienes no aceptan que esté aquí? —pregunté, más seria—. Dijiste que no todos me quieren en esta manada. ¿Y si vuelven a atacar?
Él se irguió, y por un segundo volvió a ser el Alfa. Fuerte. Decidido. Pero esta vez, no me sentí pequeña frente a su poder. Me sentí parte de él.
—No les temo —respondió—. Pero no los subestimo. Esta manada no volverá a ser sorprendida. Y tú no volverás a pelear sola. Esta vez, lucharé contigo. O no lucharé.
Asentí, sintiendo que cada palabra suya era un ladrillo más en esta nueva construcción donde la verdad no era una amenaza, sino la base.
Me levanté y me acerqué lentamente. Él no se movió. Me dejó llegar, paso a paso, hasta que quedé frente a él. Entonces, estiré la mano y toqué su mejilla con la suavidad que solo se reserva a lo frágil. No porque él lo fuera, sino porque yo lo era. Porque tocarlo sin odio, sin rabia, sin culpa… era un acto de valentía en sí mismo.
—Tengo algo más que decirte —murmuré.
Sus ojos me buscaron, atentos.
—No sé cómo se supone que funcione esto. No sé si mañana me despertaré arrepentida o con más dudas. Pero hoy… hoy quiero quedarme a tu lado. Y mañana… veremos.
—Eso es más de lo que jamás esperé —respondió, su voz ronca por la emoción contenida.
Hubo un silencio. Largo. Pero lleno de lo que no hacía falta decir. De lo que ya se había dicho y lo que aún no se atrevía a nacer.
Entonces, él se inclinó hacia mí. Su frente tocó la mía. Su aliento tibio se mezcló con el mío. Y por primera vez desde que nos encontramos, no hubo deseo en su gesto. No fue pasión. Fue ternura. Un roce de dos almas, no de cuerpos.
—Gracias —susurró.
—¿Por qué?
—Por no rendirte. Ni conmigo. Ni contigo.
Suspiré. Cansada. Aliviada. Dolida. Viva.
—Nunca más me mientas, Aiden.
—Nunca más.
Y nos quedamos ahí. Respirando el uno al otro. Viviendo el silencio. Construyendo, desde la verdad, algo que quizá no tuviera nombre todavía, pero que dolía menos… y eso ya era algo.
No dijimos nada más. No hacía falta. Las palabras habían hecho su trabajo. Ahora nos tocaba vivirlas.
Y mientras él acariciaba el dorso de mi mano, mientras mi lobo interno dejaba de gruñir y simplemente… descansaba, supe que este era el principio de algo distinto. Algo que dolería, sí. Pero que por fin era real.
Porque solo la verdad puede liberarnos… aunque duela.