El olor del humo aún flotaba en el aire. Era tenue, pero persistente, como un recordatorio de lo que habíamos enfrentado apenas horas antes. La emboscada había sido tan certera, tan brutal, que por un momento creí que no saldríamos con vida. Pero lo hicimos. Apenas.
Ahora, con el cielo encapotado sobre nosotros y el bosque en un silencio casi sepulcral, caminaba entre las ruinas del antiguo puesto de guardia, arrastrando los dedos por los restos de madera carbonizada. El frío de la mañana no lograba congelar el ardor que sentía en el pecho. Rabia. Dolor. Traición.
Y culpa.
Una enorme, sofocante y asfixiante culpa.
—Luna, tienes que descansar —dijo Aiden detrás de mí, su voz grave pero cargada de preocupación.
Me giré solo lo justo para mirarlo por encima del hombro. Tenía el rostro ensombrecido, el mentón con una línea de sangre seca que no era suya. Sus ojos grises eran una tormenta contenida.
—No puedo dormir mientras ellos... —Tragué saliva. Todavía me costaba decirlo en voz alta—.