45

El olor del humo aún flotaba en el aire. Era tenue, pero persistente, como un recordatorio de lo que habíamos enfrentado apenas horas antes. La emboscada había sido tan certera, tan brutal, que por un momento creí que no saldríamos con vida. Pero lo hicimos. Apenas.

Ahora, con el cielo encapotado sobre nosotros y el bosque en un silencio casi sepulcral, caminaba entre las ruinas del antiguo puesto de guardia, arrastrando los dedos por los restos de madera carbonizada. El frío de la mañana no lograba congelar el ardor que sentía en el pecho. Rabia. Dolor. Traición.

Y culpa.

Una enorme, sofocante y asfixiante culpa.

—Luna, tienes que descansar —dijo Aiden detrás de mí, su voz grave pero cargada de preocupación.

Me giré solo lo justo para mirarlo por encima del hombro. Tenía el rostro ensombrecido, el mentón con una línea de sangre seca que no era suya. Sus ojos grises eran una tormenta contenida.

—No puedo dormir mientras ellos... —Tragué saliva. Todavía me costaba decirlo en voz alta—. Mientras ellos entierran a sus hijos.

Mi voz se quebró al final. Una grieta más en la estructura que fingía mantener intacta. Aiden no dijo nada. Solo se acercó. Y con esa maldita costumbre suya de conocerme demasiado bien, me tomó la mano con fuerza, sin suavidad, sin pedir permiso. Como si necesitara recordarme que estaba viva. Que estábamos vivos.

Lo dejé. Por primera vez desde que todo estalló, lo dejé.

Reuní al consejo esa misma tarde, en el claro central. No podía postergarlo más. La tensión era palpable, como electricidad en el ambiente. Las miradas que antes buscaban mi guía ahora vacilaban, dudaban, algunas incluso me evitaban. Otros me juzgaban directamente.

Pero no podía culparlos.

—Perdimos cinco centinelas. Cuatro más están heridos de gravedad —informó Jarek, con el rostro serio y una herida recién cerrada en la ceja derecha—. Fue un ataque calculado. Ellos sabían dónde golpear.

—Alguien les dio esa información —dije en voz alta, sin vacilar. El murmullo de los presentes fue inmediato. Algunos asintieron, otros fruncieron el ceño.

—¿Estás diciendo que tenemos un traidor entre nosotros? —preguntó Maeve, una de las líderes más antiguas de la manada. Su voz tenía ese tono de acero que siempre respeté… y temí.

—Estoy diciendo que alguien permitió que esto pasara —respondí—. No podemos seguir actuando como si estuviéramos seguros dentro de estas fronteras. No lo estamos.

Mi declaración cayó como una piedra en el centro de la sala. Nadie habló durante un largo momento. Solo se escuchaba el crujir del viento entre los árboles y los susurros de la duda.

Aiden, sentado a mi derecha, me observó sin intervenir. No necesitaba hacerlo. Su apoyo estaba en su silencio. Siempre fue así con él: una presencia que no exigía ser vista, pero que lo llenaba todo.

—Entonces, ¿qué propones? —intervino finalmente Darius, un guerrero de pocas palabras pero mente estratégica.

—Buscar alianzas fuera de estas tierras —dije, sintiendo las palabras pesar en mi lengua como plomo—. Incluso con clanes que antes considerábamos neutrales o incluso rivales.

—¿Estás considerando a los Cuervos del Norte? —preguntó Maeve con los ojos entrecerrados.

—Y a los Halcones de piedra. Incluso a los errantes del este.

Los murmullos se alzaron con fuerza esta vez. Uno incluso se puso de pie indignado.

—¡Los errantes mataron a uno de los nuestros hace apenas dos años!

—Y si seguimos solos, morirán muchos más —espeté, dejando que mi voz alzara el tono por primera vez—. No se trata de orgullo, se trata de sobrevivir. Y de proteger lo que amamos.

Mis ojos encontraron los de Aiden. Él asintió apenas, y ese gesto fue suficiente para que el torbellino dentro de mí encontrara un punto de ancla.

Esa noche me reuní con él a solas. En la cabaña que compartíamos, entre sombras y silencio, la tensión entre nosotros aún respiraba, aún se movía como un animal dormido al acecho. No habíamos hablado realmente desde la emboscada. Nos habíamos tocado, sí. Pero tocar no es lo mismo que sanar.

—¿Estás segura de que quieres arriesgar tanto por alianzas que podrían traicionarnos igual? —preguntó Aiden, desde la penumbra del cuarto. Estaba recostado, con el brazo doblado detrás de la cabeza. La luz de la chimenea dibujaba sombras sobre su torso desnudo. Siempre tan cruelmente perfecto.

Me senté al borde de la cama, quitándome las botas con movimientos lentos, casi mecánicos.

—¿Y cuál es la otra opción? ¿Esperar a que Magnus nos destroce poco a poco?

—La otra opción es retirarnos. Dejar este territorio, rehacer nuestras vidas en otro lugar. Donde no tengan poder sobre ti.

Lo miré. El corazón se me encogió.

—¿Y abandonar a los que creen en mí?

—Salvarte a ti. A nosotros.

Las palabras quedaron suspendidas entre los dos. Dolorosas. Reales. Tan reales que me costaba respirar.

—No puedo hacer eso —susurré—. Ya no. No después de todo lo que hemos pasado. No después de todo lo que perdimos.

Aiden se incorporó, y cuando lo hizo, sus ojos estaban envueltos en sombras. Pero su voz, esa maldita voz suya, era un cuchillo suave que me cortaba en lo más hondo.

—Entonces dime, Luna. ¿Qué queda de ti? ¿Qué queda de la mujer que alguna vez solo quería ser libre?

Tragué saliva. Sentí el peso de cada sacrificio, cada decisión, cada noche en vela.

—Sigue aquí. Solo... aprendió a pelear.

Las negociaciones comenzaron dos días después. Mandé emisarios discretos, lobos en los que confiaba ciegamente. Kira entre ellos. Me costó dejarla ir, pero sabía que su palabra valía oro para los Halcones. Y para mí.

Mientras tanto, reconstruíamos. No solo las murallas físicas, sino también las internas. Visitaba a los heridos. Escuchaba a las madres que lloraban. Caminaba entre las cenizas del claro con una sonrisa que ya no me pertenecía. Pero era necesaria.

Una noche, Jarek vino con noticias.

—Los Cuervos aceptarán la reunión. En terreno neutral. Quieren garantías.

—¿Y qué quieres tú? —pregunté, sin rodeos.

—Quiero que vivas —dijo con esa crudeza suya—. Que no te consumas en esta guerra antes de ganarla.

Agradecí su honestidad. Aunque no podía prometerle eso.

En plena reunión con los pocos líderes leales que quedaban, una explosión sacudió la frontera norte. Corrimos. Corazón en llamas. Instinto en alerta.

La emboscada no era contra nosotros, sino contra una caravana de los errantes. Magnus había atacado a los que buscaban nuestra alianza. Un mensaje claro: nadie está a salvo si está contigo.

Y aún así… luchamos. Salvamos a los sobrevivientes. Les ofrecimos refugio. Y esa noche, uno de ellos —una joven de ojos ámbar y cicatrices en los brazos— me miró con algo que no esperaba:

Esperanza.

Volví a casa al amanecer, cubierta de sangre seca, agotada, pero firme. Aiden me esperaba en el porche. Se acercó, y sin decir una palabra, me abrazó. Me sostuvo como si no supiera si lo permitiría. Pero lo permití. Porque esa noche… necesitaba no ser fuerte.

—Sigues aquí —susurró contra mi cabello.

—Y seguiré —le respondí, apretando los dedos contra su espalda.

No importa cuán oscuro se vuelva el camino, siempre seguiré adelante.

Me levanté sin responder. Me acerqué a la ventana y aparté la cortina, dejando que el aire frío entrara por la rendija. Afuera, la noche estaba quieta, como si el mundo se hubiera detenido a observarnos, a escuchar lo que no nos decíamos.

—Tú eres mi refugio —dije finalmente, sin girarme—. Pero no puedo esconderme en ti, Aiden. No ahora.

Escuché el crujido del colchón cuando se levantó. Su presencia se materializó detrás de mí como un suspiro de calor. Su mano se apoyó en mi cadera, firme pero sin exigencias. La otra rozó mi nuca, bajando lentamente por mi espalda desnuda hasta detenerse justo donde la piel aún llevaba la marca de una vieja batalla.

—No quiero perderte, Luna —murmuró contra mi cuello, su aliento cálido contrarrestando el hielo que sentía por dentro—. No después de todo lo que me costó encontrarte.

Cerré los ojos, luchando contra las lágrimas que amenazaban con romper el muro. Él siempre sabía dónde tocar, qué palabras decir. No para consolarme, sino para desarmarme. Y esta vez, me rendí a ello.

Giré para enfrentarlo. Nuestros cuerpos se rozaron con una familiaridad que dolía. Apoyé la frente en su pecho, escuchando su corazón. Su ritmo era constante. Fuerte. El tambor de una guerra que aún no habíamos perdido.

—Entonces quédate conmigo —susurré—. Pase lo que pase. Aunque el mundo arda.

—El mundo ya está ardiendo, Luna —respondió él, con un dejo de ironía amarga—. Pero aquí estoy.

Y me abrazó. No como un amante. No como un Alfa. Sino como el hombre que estaba dispuesto a cargar conmigo cada pedazo roto.

A la mañana siguiente, el aire olía a lluvia. Las nubes colgaban pesadas sobre los tejados de madera, y una fina neblina se enroscaba entre los árboles. Me vestí antes del amanecer y salí al claro, donde Jarek y Maeve ya esperaban junto al puesto de mensajería.

—Ya están listas las cartas para los Cuervos y los Halcones —informó Jarek, entregándome los sobres sellados con el emblema de la manada.

Tomé los documentos con manos firmes. Era extraño cómo una hoja de papel podía pesar tanto.

—¿Estás segura de esto? —preguntó Maeve, mirándome con esos ojos duros que no se dejaban engañar por una sonrisa o una pose de seguridad.

—Estoy segura de que no quiero enterrar a más de los nuestros —respondí, sin apartar la mirada—. Y eso me basta.

Maeve asintió una sola vez. Su aprobación era escasa, pero significativa.

—Entonces que los dioses nos acompañen —dijo, volviéndose hacia los mensajeros que aguardaban con sus capas oscuras y lobos listos para correr.

Y mientras los vi alejarse a galope por el bosque, con el viento silbando entre las ramas como un presagio, comprendí que había cruzado una línea invisible. Que ya no había retorno.

Habíamos elegido pelear.

Habíamos elegido confiar.

Y ahora solo quedaba resistir la tormenta.

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