39

Desde hace días, tengo la molesta sensación de que algo —o alguien— me sigue.

No hay pisadas visibles ni un aliento extraño en el aire, pero mi lobo está inquieto. En las noches, el viento parece murmurar advertencias y los árboles crujen como si contaran secretos que no alcanzo a descifrar. En el día, cada sombra que se desliza por el bosque parece más densa, más intencionada.

No es paranoia. Lo sé.

Lo siento en la piel, en los latidos frenéticos cuando cruzo los pasillos del refugio y noto las miradas que se apartan demasiado rápido. Lo escucho en los susurros que se apagan al entrar en una habitación. Y lo huelo… en la forma en que el miedo se mezcla con el aroma a tierra húmeda después de la tormenta.

—Otra vez te escapaste sola —gruñó Aiden detrás de mí, su voz como un trueno en medio del bosque silencioso.

Me di la vuelta con lentitud, sabiendo que su mirada iba a estar ardiendo.

—Estoy harta de sentirme una prisionera —le espeté, más cansada que molesta.

Aiden se detuvo a pocos pasos, con las manos apretadas en puños a los costados, como si contuviera la necesidad de sacudirme.

—No eres una prisionera, Luna. Pero esto no es un juego. Algo anda mal… y lo sabes.

—¿Entonces por qué no me dices qué? —espeté—. ¿Por qué todos se miran entre sí como si esperaran a que pase algo terrible? ¿Qué están ocultándome?

Me sostuvo la mirada, sus ojos más oscuros que nunca, y por un momento, pensé que lo haría. Que por fin derrumbaría ese muro que lo mantenía a salvo de sí mismo. Pero no. Se giró, pasándose una mano por el cabello con frustración.

—Hay cosas que aún no puedo contarte.

—¿No puedes o no quieres?

La pregunta quedó suspendida entre los dos, cortante como una daga. Aiden no respondió. Solo inhaló profundamente y se perdió entre los árboles, dejándome sola con mis dudas... y con esa sensación de que algo más nos observaba desde la oscuridad.

Esa noche, el sueño se negó a venir. Di vueltas en la cama como una condenada, hasta que finalmente me levanté, me puse un abrigo, y salí al porche de la cabaña.

La luna estaba oculta detrás de una capa espesa de nubes, y el aire olía a tormenta contenida. Perfecto.

Di un par de pasos, pensando en dirigirme hacia los límites del bosque, cuando lo escuché: un crujido suave, casi imperceptible, como si alguien intentara ser silencioso. Me agaché instintivamente, el corazón martillándome las costillas. Apreté los puños y activé mis sentidos.

Ahí estaba. Una figura.

No muy alta, encapuchada, bordeando el claro hacia la zona restringida, donde Aiden había prohibido el paso desde hacía semanas sin dar explicaciones.

Algo dentro de mí dijo: “No lo hagas”. Pero el orgullo, ese maldito demonio con forma de voz interior, me empujó hacia adelante.

Seguí la figura a distancia, sin hacer ruido, con cada fibra de mi cuerpo en tensión. La figura desapareció tras unos arbustos densos. Apuré el paso… y entonces lo vi.

Una pequeña cabaña oculta entre los árboles, de la que no tenía idea que existía. La figura entró y la puerta se cerró tras ella.

Me acerqué con cautela, pegándome a la madera para escuchar. Voces.

—No podemos seguir así —dijo una voz masculina, grave, áspera.

—Ella no lo sabe aún, y no debe enterarse —contestó otra, que reconocí de inmediato.

Mi estómago se hundió.

Era Declan.

¿Declan?

El guerrero más leal a Aiden, su mano derecha. El que me había enseñado a manejar una daga sin cortarme un dedo. El que se había convertido, sin darme cuenta, en una especie de hermano mayor.

—Aiden está perdiendo el control —continuó Declan—. Si ella descubre la verdad, no solo será él quien caiga. La manada entera arderá.

—Entonces es hora de tomar el control —respondió la otra voz, que no logré identificar.

Un silencio denso se apoderó del ambiente.

Me eché hacia atrás, temblando. ¿Una traición? ¿Un golpe de Estado?

No tuve tiempo de procesarlo. Algo se movió detrás de mí.

Demasiado tarde.

Un golpe seco me hizo perder el equilibrio y caí sobre la tierra húmeda, jadeando. Intenté levantarme, pero unas manos fuertes me sujetaron los brazos.

—¿Qué haces aquí, Luna? —gruñó Declan, su rostro a centímetros del mío, los ojos oscuros como el abismo.

Tragué saliva.

—Podría preguntarte lo mismo.

Sus labios se curvaron en una sonrisa amarga.

—No querías la verdad. Pero ahora que la tienes... reza para que no te destruya.

Desperté horas después, en mi habitación, con un dolor punzante en la cabeza y el sabor metálico del miedo aún en la boca.

Alguien me había traído de regreso. Alguien que no quería que muriera. Al menos, no aún.

Me senté, con el cuerpo tembloroso, y el corazón hecho trizas. ¿Aiden sabía lo que estaba pasando? ¿Estaba implicado? ¿O también estaba siendo engañado?

No podía quedarme de brazos cruzados.

Salí de la cama y me vestí con rapidez, cruzando el campamento directo hacia la cabaña principal. La tormenta finalmente había estallado, y la lluvia golpeaba la tierra con furia, como si el cielo también se desahogara.

Toqué la puerta con fuerza.

—¡Aiden!

Nada.

—¡Abre la maldita puerta! —grité, con la voz quebrada, con el alma en llamas.

La puerta se abrió de golpe. Aiden apareció, descalzo, el pecho desnudo, con el ceño fruncido y la expresión en alerta.

—¿Qué demonios…?

—Declan está conspirando contra ti —espeté sin rodeos.

Aiden palideció. Por primera vez, vi miedo genuino en sus ojos.

—¿Dónde lo escuchaste?

—Lo seguí. Vi la cabaña. Escuché todo.

Sus labios se apretaron en una línea dura.

—Debiste habérmelo dicho antes de hacer algo tan estúpido.

—¿Estás enfadado porque estoy en peligro o porque descubrí tus secretos?

Aiden apretó los puños y se dio la vuelta, caminando hacia el fuego. Su espalda era una tensión viva. Entonces habló, y su voz fue un susurro dolido.

—He estado intentando protegerte… de todo esto.

—¿Incluso de ti?

Él se giró con una rapidez que me dejó sin aliento, y en un segundo estuvo frente a mí, tomándome el rostro con ambas manos.

—No sabes lo que estás diciendo.

—Sí, lo sé. Porque te amo, Aiden. Pero si no puedo confiar en ti, ese amor se convierte en una jaula.

El silencio que siguió fue peor que cualquier grito. Su mirada ardía, pero no con rabia. Con desesperación. Con una tormenta contenida.

—Vamos a terminar con esto —dijo al fin, su voz más alfa que nunca.

—¿Cómo?

—Juntos.

Y por primera vez, supe que no estaba sola.

Pero también supe que lo peor apenas estaba comenzando.

“No todos los enemigos llevan máscaras; algunos son los que menos esperas.”

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