Desde hace días, tengo la molesta sensación de que algo —o alguien— me sigue.
No hay pisadas visibles ni un aliento extraño en el aire, pero mi lobo está inquieto. En las noches, el viento parece murmurar advertencias y los árboles crujen como si contaran secretos que no alcanzo a descifrar. En el día, cada sombra que se desliza por el bosque parece más densa, más intencionada.
No es paranoia. Lo sé.
Lo siento en la piel, en los latidos frenéticos cuando cruzo los pasillos del refugio y noto las miradas que se apartan demasiado rápido. Lo escucho en los susurros que se apagan al entrar en una habitación. Y lo huelo… en la forma en que el miedo se mezcla con el aroma a tierra húmeda después de la tormenta.
—Otra vez te escapaste sola —gruñó Aiden detrás de mí, su voz como un trueno en medio del bosque silencioso.
Me di la vuelta con lentitud, sabiendo que su mirada iba a estar ardiendo.
—Estoy harta de sentirme una prisionera —le espeté, más cansada que molesta.
Aiden se detuvo a pocos