No sabía que el silencio también podía pesar.
El aire en la cabaña era espeso, no por falta de palabras, sino por el exceso de pensamientos que no se decían. La hoguera crepitaba como un testigo molesto de nuestra distancia, una que no medía metros, sino emociones.
Aiden estaba sentado al borde de la cama, la cabeza baja, los codos sobre las rodillas, como si estuviera esperando que algo explotara. Yo me apoyaba contra la ventana, mirando el bosque como si fuera a darme respuestas, o al menos, un poco de valor.
La paz había llegado. O lo más parecido a ella que podíamos tener. No más traidores ocultos. No más gritos de guerra. No más sentencias que pesaban sobre mis labios como hierro fundido.
Entonces, ¿por qué sentía que lo estaba perdiendo?
—No has dormido bien en días —murmuró Aiden sin levantar la cabeza.
—Tú tampoco.
Él asintió, una de esas afirmaciones mudas que duelen más que cualquier discusión.
Desde la unión oficial, nuestras rutinas se habían llenado de responsabilidades q