49

No sabía que el silencio también podía pesar.

El aire en la cabaña era espeso, no por falta de palabras, sino por el exceso de pensamientos que no se decían. La hoguera crepitaba como un testigo molesto de nuestra distancia, una que no medía metros, sino emociones.

Aiden estaba sentado al borde de la cama, la cabeza baja, los codos sobre las rodillas, como si estuviera esperando que algo explotara. Yo me apoyaba contra la ventana, mirando el bosque como si fuera a darme respuestas, o al menos, un poco de valor.

La paz había llegado. O lo más parecido a ella que podíamos tener. No más traidores ocultos. No más gritos de guerra. No más sentencias que pesaban sobre mis labios como hierro fundido.

Entonces, ¿por qué sentía que lo estaba perdiendo?

—No has dormido bien en días —murmuró Aiden sin levantar la cabeza.

—Tú tampoco.

Él asintió, una de esas afirmaciones mudas que duelen más que cualquier discusión.

Desde la unión oficial, nuestras rutinas se habían llenado de responsabilidades que nos tragaban con la boca abierta. Reuniones con los clanes aliados. Decisiones sobre el futuro del territorio. Entrenamientos con los jóvenes. Revisiones del nuevo consejo. Visitas a las zonas fronterizas.

Y en todo eso… casi no había “nosotros”.

Lo miré, deseando que girara la cabeza. Que me buscara. Que me dijera que lo sentía igual. Que estaba tan asustado como yo de que esta paz nos estuviera devorando, pedazo a pedazo, sin ruido ni sangre.

—Aiden.

—Sí.

—¿Estás feliz? —solté.

Su cabeza se alzó. Sus ojos me buscaron. No hubo sorpresa. Solo una tristeza contenida, como si la pregunta hubiera estado flotando entre nosotros desde hacía mucho.

—Contigo, sí. Con todo lo demás… aún no sé.

Caminé hacia él, descalza, con el suelo frío despertando cada paso. Me detuve frente a su cuerpo grande, fuerte, herido.

—¿Y qué significa eso? —pregunté en voz baja.

—Significa que me cuesta respirar entre los títulos y las decisiones. Que a veces me despierto esperando verte dormir a mi lado, y tú ya estás en otra reunión. Que quiero tocarte sin pedir turno entre los papeles del consejo. Que… —se interrumpió, tragando saliva— que a veces me pregunto si esto es lo que imaginamos cuando dijimos “juntos”.

Sus palabras me desgarraron más de lo que esperaba. Porque no estaban bañadas en reproche. No eran un reclamo.

Eran una confesión.

Me senté a su lado. Apoyé mi cabeza en su hombro. Y por primera vez en días, lo sentí temblar un poco. No por frío. Sino por todo lo que cargábamos.

—Yo también me lo pregunto —admití, con la garganta ardiendo.

Nos quedamos en silencio unos minutos. Solo respirando. Solo siendo.

—Me da miedo —dije, sin mirarlo—. Me da miedo que en medio de tanto deber, nos olvidemos de nosotros. Que te conviertas en el guerrero perfecto y yo en la líder inquebrantable, y terminemos siendo dos estatuas al mando… en vez de dos almas vivas.

Él me abrazó entonces. Me apretó contra su pecho con fuerza. Como si el acto de rodearme pudiera protegernos de lo inevitable.

—No quiero perderte, Luna. No después de todo lo que luchamos por tenernos.

—Entonces no dejemos que el poder decida por nosotros.

—¿Cómo lo evitamos? No podemos simplemente desaparecer.

Me separé un poco, lo suficiente para mirarlo de frente.

—No. Pero podemos recordar por qué empezamos. Por qué tú y yo funcionamos antes de los títulos, antes de las runas, antes de los votos.

Él me acarició el rostro, con los ojos más suaves de lo que había visto en días.

—Porque eras fuego. Y yo… necesitaba arder.

Le sonreí.

—Y tú eras piedra. Y yo necesitaba algo en lo que confiar cuando todo temblaba.

Se inclinó hacia mí, y nos besamos. No como los amantes urgidos que fuimos. No como los compañeros de manada que ahora somos. Sino como dos seres humanos intentando reencontrarse en medio del ruido.

—¿Qué propones? —susurró, contra mis labios.

—Un día sin manada. Sin títulos. Sin juicios. Solo tú y yo.

—¿Eso se puede?

—Soy la Alfa. Me lo permito.

Rió. De verdad. Con la risa grave que me encantaba.

—¿Y si se ofenden?

—Entonces que se unan a una nueva tradición: el día del amor egoísta.

—¿Y tú, Luna, puedes ser egoísta?

Lo miré, con una ceja levantada.

—Voy a practicar.

El día siguiente fue nuestro. Solo nuestro.

Desaparecimos en el bosque, en una antigua cabaña de cazadores que nadie usaba desde hacía años. La restauramos lo justo: una cama, una chimenea, una manta de piel, y una botella de vino escondida en mi capa.

Allí, entre risas, juegos, besos lentos y largas conversaciones junto al fuego, volvimos a conocernos.

Le conté cómo me sentía cada vez que alguien me llamaba “mi señora” y yo lo único que quería era escuchar “Luna”.

Él me confesó que a veces aún soñaba con el campo de batalla, pero que ahora su mayor miedo no era morir… sino llegar a casa y que yo ya no estuviera.

Nos peleamos por quién hacía el desayuno (gané yo, obvio), y luego me dejó lamer la mermelada de sus dedos, como si cada gota fuera un secreto compartido.

Fue un día sin guerras, sin reglas, sin público.

Solo nosotros.

Al caer la noche, estábamos tumbados sobre la alfombra de piel, él dibujando figuras en mi espalda desnuda con la yema de sus dedos.

—¿Qué viene ahora? —preguntó, su voz ronca por la calma.

—Una vida. Juntos. Pero sin olvidarnos de nosotros.

—¿Crees que podemos?

Me giré hacia él, apoyando la barbilla en su pecho.

—Lo sé. Porque esta vez no estamos escapando del mundo. Lo estamos construyendo.

Él asintió.

—Entonces prometamos algo.

—¿Qué?

—Prometamos que, cuando el amor se vuelva rutina, lo volveremos ritual. Cuando el peso de los días nos agobie, recordaremos que nos elegimos. Y que lo haremos de nuevo, cada día, incluso cuando sea difícil.

Mis ojos se nublaron un poco.

—Trato hecho.

—Porque el amor verdadero no es un refugio —murmuró, acariciando mi mejilla—.

—Es una fortaleza —completé, besándolo despacio.

Y en ese instante, entre la leña que crepitaba y nuestras respiraciones entrelazadas, supe que no teníamos todas las respuestas.

Pero teníamos lo más importante:

La voluntad de seguir eligiéndonos.

“El amor verdadero no es un refugio, es una fortaleza.”

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