Hay silencios que pesan más que mil rugidos. Y esta mañana, ese silencio se sentía como una soga apretada en mi garganta.
La explanada estaba repleta. Hombres y mujeres de mi manada —nuestros guerreros, sanadores, ancianos y hasta los más jóvenes— esperaban con rostros tensos, bocas cerradas, y ojos que pedían justicia… o sangre.
Magnus y los dos que lo acompañaron en su traición estaban de rodillas en el centro del círculo de piedra, atados con cadenas de plata. La luna llena aún palpitaba en mi piel tras su reciente ascenso. La noche había sido larga. Pero esta mañana, se trataba de mucho más que venganza. Se trataba de quién éramos. De quién iba a ser yo.
A mi derecha, Aiden permanecía firme, sus brazos cruzados, sus ojos fijos en Magnus como si pudiera atravesarlo. Yo sentía su apoyo, caliente y sólido como una pared a mi espalda. Pero también sabía que esta decisión debía salir de mí. Era mi juicio.
Y si me equivocaba… cargaría con ello por el resto de mi vida.
—Luna —dijo Elric, el anciano más antiguo de la manada, con voz profunda y ceremonial—. Están aquí por traición. ¿Quieres que hablemos de los hechos antes de emitir sentencia?
Asentí. Mis labios estaban resecos, mis manos heladas, pero mi columna no temblaba.
—Sí. Todos merecen saber la verdad antes de que se decida su destino.
Elric asintió, y uno a uno, los testigos hablaron. Guerreros que vieron a Magnus entregar información al enemigo. Curanderas que hallaron los mapas robados escondidos en su guarida. Incluso una joven aprendiz, temblorosa y pálida, que confesó haberlo visto irse en mitad de la noche con un alfa ajeno a nuestro territorio. Una reunión secreta que nunca fue autorizada.
—¿Algo que quieras decir en tu defensa, Magnus? —pregunté finalmente, mirando al hombre que alguna vez fue uno de nuestros mejores soldados.
Él alzó la mirada, y en sus ojos… no había culpa. Solo rabia.
—Hiciste débil a esta manada —espetó—. Todo por proteger a extranjeros, a mestizos, a aquellos que no tienen ni una gota pura en sus venas. Esto antes era un hogar de sangre fuerte.
Un murmullo recorrió la explanada. Aiden gruñó, bajo pero amenazante.
—Y cuando trataste de imponer tus ideas con sangre, rompiste nuestro vínculo —respondí, en voz baja, clara, sin ceder a la ira—. No fue tu pureza lo que nos traicionó. Fue tu ego.
—Tú no eres digna de liderar. Solo estás aquí por tu apellido. —Magnus escupió al suelo, la furia burbujeando en cada palabra—. No porque seas fuerte. No porque tengas lo necesario.
La frase me golpeó más de lo que debería. Porque había una parte de mí que también dudaba. A veces. En las madrugadas. En los momentos en que nadie más mira. ¿Soy suficiente?
—Pero estoy aquí. De pie. Después de todo. —Di un paso al frente, descalza sobre la piedra—. Y tú… de rodillas.
La audiencia continuó con más declaraciones. Algunos miembros de la manada pedían muerte inmediata. Otros, prisión. Unos pocos, exilio. Pero todos querían una cosa: que no me temblara la voz al decidir.
Y entonces, justo cuando sentía que el juicio llegaba a su final, un rugido estalló entre los árboles cercanos. Todos se tensaron. Mi cuerpo giró instintivamente hacia el sonido. De la espesura emergió un lobo enorme, gris y lleno de cicatrices. Se transformó en segundos, revelando un rostro que no esperaba volver a ver.
—¿Padre? —murmuré, dando un paso involuntario hacia adelante.
No. No era mi padre. Era Eryk, su hermano. El lobo exiliado. Aquel que había sido desterrado años atrás por desobedecer una orden directa del consejo. Se decía que había desaparecido en el norte. Que estaba muerto.
Pero no. Estaba aquí. Y su mirada estaba cargada de un conocimiento que heló mi sangre.
—Magnus no actuó solo —dijo, con voz grave—. Alguien más de tu círculo más cercano también ha estado alimentando a los enemigos con información.
El silencio se volvió cuchillo.
Mis ojos recorrieron el círculo. No vi culpa. Solo sorpresa. Pero algo en mi instinto… se tensó.
—¿Quién? —pregunté. Ya no con voz de hija, sino de Alfa.
Eryk me miró directamente.
—Nerissa.
Mi estómago cayó.
No. No podía ser.
Nerissa, mi mentora en estrategia. La mujer que me enseñó a montar a caballo antes que aprendiera a escribir. La que me había abrazado cuando mi madre murió.
—Estás mintiendo —escupió ella desde la segunda fila—. ¡Este hombre fue desterrado! ¡No puede volver y acusarnos sin pruebas!
—Tengo las cartas —dijo él—. Con tu firma. Con tus planes. Me las dieron cuando los que te pagaban ya no te necesitaron.
Eryk sacó un pequeño rollo de pergaminos. Se los entregó a Elric. El anciano los leyó, y su rostro cambió.
—Es su letra —murmuró, dolido.
Mis piernas flaquearon. Sentí la presión del mundo caer sobre mí.
Nerissa… había sido una madre para mí. Y me había traicionado.
—¿Por qué? —pregunté. Apenas un susurro.
—Porque tú nunca debiste ser Alfa —dijo ella, alzando la barbilla—. Porque tu padre prometió que el liderazgo pasaría a mí. Y luego tú naciste. Lo cambió todo por una niña con el nombre adecuado.
Mis emociones eran un torbellino. Dolor. Ira. Tristeza. Desilusión.
Y aun así, tenía que decidir.
Anochecía cuando me puse de pie en el círculo. Mi voz se alzó clara, más fuerte de lo que me sentía.
—Magnus y sus dos cómplices serán exiliados. Sus nombres serán marcados. Su rostro, olvidado.
Un murmullo de sorpresa recorrió a todos. Algunos no estaban conformes. Pero nadie lo cuestionó.
—Y tú, Nerissa —continué, tragando la amargura en mi garganta—, perderás tu lugar en el consejo. Serás confinada a la torre norte. Hasta que la guerra termine. Entonces… se decidirá tu destino final.
Ella no lloró. No suplicó. Solo me miró como quien sabe que perdió… pero no se arrepiente.
—¿Por qué no me ejecutas? —me preguntó.
—Porque el liderazgo no se construye con sangre, Nerissa. Se construye con decisiones que rompen el alma. Y esta… me está rompiendo. Pero es la correcta.
Después, sola en mi habitación, apoyé la frente contra el cristal de la ventana. La luna seguía allí, indiferente. El mundo giraba. Pero algo en mí se había roto hoy.
Aiden apareció detrás de mí, en silencio. No dijo nada. Solo me rodeó con sus brazos. Y yo me dejé caer contra su pecho, como si pudiera vaciar todo el peso en él.
—Tomaste la decisión más difícil —susurró.
—Tomé la decisión correcta —dije, sin alzar la voz.
Y aunque doliera, aunque cada parte de mí quisiera huir, sabía que era verdad.
Porque el peso de la justicia no es fácil… pero es el camino que elegí.