No sé si fue el roce de su mano al ayudarme a levantarme después del entrenamiento, o la forma en que sus ojos me buscaron entre el caos de la reunión con los nuevos aliados. Pero algo dentro de mí se encendió, lento pero abrasador, como brasas ardiendo bajo una capa de cenizas.
El mundo afuera podía estar cayéndose a pedazos, pero en la forma en que Aiden me miraba, aún existía algo que valía la pena proteger. Algo feroz, algo íntimo. Algo que ardía tanto como lo que venía.
—No puedes estar en todas partes, Luna —me dijo, sin alzar la voz, mientras los demás discutían los próximos pasos como si fueran piezas de ajedrez que él debía proteger.
Me crucé de brazos, mi instinto en guerra con mi agotamiento.
—Y tú no puedes seguir tratando de controlarlo todo como si eso evitara que nos rompan —repliqué, con el veneno justo en mi tono. No porque quisiera herirlo, sino porque la tensión entre nosotros era tan densa que respirarla ya dolía.
Aiden no respondió. No de inmediato.
Simplemente me observó. Como si pudiera leer en mis ojos cada pensamiento que no me atrevía a decir en voz alta. Como si estuviera buscando en mi interior el mismo miedo que sentía yo: perder.
No la guerra. No la manada. A mí.
—No quiero controlarlo todo, Luna —dijo al fin, su voz más baja, casi un susurro—. Solo no quiero perderte a ti en medio de todo esto.
Y allí estuvo. La grieta.
La emoción me golpeó como un relámpago seco, directo al pecho. A veces, la guerra no se libra afuera. A veces, se libra aquí, justo donde el corazón empieza a latir más fuerte por alguien. Y ese alguien puede ser tu fuerza… o tu perdición.
El entrenamiento se extendió hasta el anochecer, con el cielo teñido de rojo y las llamas de las antorchas titilando como si presintieran la batalla que se acercaba. Las sombras jugaban en las paredes de piedra, y cada golpe, cada jadeo, se sentía como una respiración más cerca del final.
Me quedé sola en el campo, después de que todos se retiraron.
No podía dormir. No quería pensar.
—Luna —la voz profunda de Aiden me sacó de mi trance. Había algo en su tono esta vez… más suave. Menos Alfa, más hombre.
Lo miré acercarse, su camisa aún húmeda de sudor, el cabello desordenado, y ese brillo en sus ojos que siempre conseguía arrancarme el aire.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, fingiendo indiferencia, aunque mi lobo interior se agitaba al sentirlo tan cerca.
—Lo mismo que tú. Evitar el silencio.
Me reí, amarga.
—¿Desde cuándo te molesta el silencio?
—Desde que significa que estás enfadada conmigo.
El silencio se volvió un abismo entre nosotros. Uno que solo podía cruzarse si uno de los dos saltaba primero.
—No estoy enfadada —mentí. Horriblemente.
Aiden dio un paso más. No hubo contacto aún, pero la energía entre nuestros cuerpos era un imán. Lo odiaba por eso. Lo adoraba más.
—Estás asustada. Igual que yo.
La verdad dolía. Dolía tanto como la culpa. Como la impotencia de saber que podía perderlo todo en un solo error.
—Estoy cansada, Aiden. De pelear, de fingir que no me afecta todo esto, de tener que ser fuerte porque todos esperan que lo sea.
Y entonces, lo hizo.
Acortó la distancia.
Me envolvió en sus brazos con una urgencia contenida, sin decir una sola palabra. Yo no sabía si abrazarlo o golpearlo. Así de enredada estaba mi alma con él.
—Puedes dejar de fingir conmigo, Luna. Siempre puedes. —Su voz era un refugio entre tormentas.
Más tarde, en mi habitación, cuando el castillo dormía y el viento ululaba entre los pasillos, hubo un momento de calma que sabía a tregua.
Aiden no dijo que se quedaría. No lo necesitaba. Su presencia se sintió antes de que entrara. La manera en que cerró la puerta tras él, el sonido de su respiración, el calor que trajo consigo.
Nos quedamos frente a frente por un largo rato.
Nada más que miradas, nada más que silencio. Pero un silencio distinto.
El que viene antes de una tormenta. O de un pacto.
—¿Sabes lo que significa esto, verdad? —pregunté, mi voz apenas un murmullo. No hablaba del deseo, aunque sí ardía en mi piel. Hablaba de entregarnos. Aquí. Ahora. Por completo.
Aiden asintió. Su mirada se hundió en la mía, intensa, sincera, feroz.
—Significa que si el mundo arde mañana… esta noche somos solo tú y yo.
El primer roce de sus labios fue más promesa que contacto. Y cuando finalmente me besó, fue con la necesidad de quien ha estado a punto de perderlo todo y lo recupera justo a tiempo.
Su calor fue mi refugio. Sus manos mi ancla.
Pero más allá del deseo, más allá del fuego que nos envolvía como un hechizo de guerra y redención, había algo más fuerte: la certeza de que incluso en medio de la oscuridad, nos teníamos el uno al otro.
Lo demás... podía esperar.
Nos quedamos entrelazados mucho después de que el deseo cediera a la quietud.
La ventana abierta dejaba pasar la brisa nocturna, fresca contra nuestra piel encendida.
—Si muero mañana —dijo él, su voz baja, cargada de una gravedad que no me gustaba—, prométeme que seguirás luchando.
Me giré para mirarlo. La luna bañaba su rostro de una luz pálida, casi fantasmal.
—No vas a morir.
—Pero si lo hago…
—Te encontraré —susurré, llevé una mano a su pecho, justo donde latía su corazón—. Aquí. Siempre.
Él sonrió, pero había sombras en su mirada. Las mismas que yo veía en la mía cuando me enfrentaba al espejo.
Entonces lo besé, lento, con ternura. No porque quisiera borrar el miedo, sino porque quería prometerle con mis labios lo que no podía poner en palabras: que el amor también era un arma, y yo estaba dispuesta a usarla por él.
Por todos.
Por mí.
Porque en el fuego de la guerra, nuestro amor es el hielo que calma.