37

La manada nunca había estado tan tensa. Un aire pesado se colaba entre los árboles, como si el bosque mismo contuviera el aliento, expectante, esperando que estallara la tormenta. Y yo, atrapada en medio de ese huracán, sentía que cada paso que daba me empujaba más y más hacia la espada y la pared.

No era solo una amenaza cualquiera la que nos acechaba; era un desafío que ponía en juego todo lo que habíamos construido con sangre, sudor y silencios incómodos.

Las facciones dentro de la manada comenzaban a mostrarse. Por un lado, estaban los que querían la guerra, los que preferían la fuerza bruta y el golpe certero. Por otro, los que apostaban por la diplomacia, la paciencia, aunque el costo fuera el desgaste lento y doloroso. Y yo, Luna, en medio de ellos, tratando de no romperme ni dejar que mi corazón se hiciera trizas entre esas decisiones.

Aiden estaba ahí, como siempre. Pero esta vez, su mirada era una mezcla peligrosa de desafío y preocupación. Sentí que podía leer en sus ojos la pregunta que no se atrevía a decir: ¿en qué lado estaría yo cuando el momento de elegir llegara?

—Luna —su voz fue un susurro cerca de mi oído, tan dulce como una promesa y tan afilada como una daga—, no puedes complacer a todos.

Lo miré, y por un segundo, el tiempo se detuvo. Quise responder que no buscaba complacer, que solo quería proteger a los nuestros, pero sabía que no bastaba con palabras bonitas.

La amenaza externa no era solo física. Era un virus que infectaba la confianza, la unión, lo que nos hacía fuertes. Y el precio de la decisión que debía tomar podía ser más alto que cualquier batalla.

Me senté en la roca junto a Aiden, el frío de la piedra contrastaba con el calor de su cuerpo a mi lado. Sus dedos rozaron los míos, un gesto simple pero lleno de significado. Mi corazón latió fuerte, recordándome que, en medio del caos, todavía había una llama que podía salvarme o quemarme.

Las horas pasaron entre discusiones acaloradas, estrategias improvisadas y miradas furtivas que hablaban más que cualquier palabra. Cada intento de mediar parecía enredarme más en la red de expectativas y temores.

Cuando finalmente la reunión terminó, un hombre de la facción más beligerante se acercó y me lanzó un ultimátum con una voz tan fría como el acero:

—O eliges un bando, o te quedas sin ninguno. Y en nuestra guerra, la neutralidad es la muerte.

El peso de esas palabras cayó sobre mis hombros como una losa. La lealtad, el amor, la responsabilidad... todo se mezclaba en un torbellino que amenazaba con arrastrarme.

Aiden me miró, suplicando sin decir nada que no dejara que el abismo nos separara.

Y yo, con la garganta seca y el alma en llamas, entendí que a veces elegir duele más que cualquier batalla.

Porque no se trataba solo de la manada o de la amenaza externa. Se trataba de quién era yo, de lo que estaba dispuesta a perder y lo que debía proteger a cualquier costo.

Las estrellas comenzaron a aparecer en el cielo, testigos silenciosos de una noche en la que una mujer tuvo que decidir entre ser fuerte o ser fiel, entre amar y sobrevivir.

Y mientras la oscuridad envolvía el bosque, supe que nada volvería a ser igual.

Porque la verdadera batalla apenas comenzaba.

Las palabras del ultimátum retumbaban en mi cabeza mientras caminaba sola hacia el claro donde solía buscar un poco de calma. La noche era fría y oscura, pero esa oscuridad parecía menos aterradora que la incertidumbre que sentía por dentro.

Mi respiración se volvió profunda y controlada; necesitaba ordenar mis pensamientos antes de que la tormenta interna me consumiera. Aiden y yo estábamos en un punto crítico, pero no solo con él. La manada entera estaba a punto de fracturarse y yo tenía que ser la que no se rompiera.

Recordé las veces que me había sentido débil, que había pensado en rendirme, en huir. Pero esa Luna ya no existía. La mujer que miraba el cielo ahora era diferente: sabía que el fuego que ardía dentro de mí era más fuerte que cualquier espada que me pusieran en el camino.

El murmullo del bosque me acompañaba como una melodía antigua, un susurro que me recordaba que no estaba sola. Los lobos aullaban a la distancia, y ese sonido me daba fuerzas, como si la manada misma me pidiera que resistiera.

Pero ¿cómo resistir cuando cada palabra, cada gesto, parecía una trampa? Cuando la lealtad se medía con sangre y las promesas se quebraban como cristales frágiles.

De repente, sentí un peso en el pecho que me hizo detenerme. No era miedo, ni dolor. Era algo mucho más profundo: la responsabilidad de ser más que una guerrera. Era ser un símbolo, un faro en medio del caos.

Mis dedos rozaron el colgante que siempre llevaba, un amuleto que me había dado mi madre. Cerré los ojos y respiré hondo, dejando que la calma me envolviera.

Entonces escuché pasos apresurados. Era Aiden.

—Luna —dijo, con la voz cargada de urgencia y preocupación—. No puedes cargar esto sola.

Lo miré, y vi en sus ojos la lucha interna, la batalla por protegerme y al mismo tiempo respetar mi espacio.

—No se trata solo de mí —respondí con firmeza—. Es la manada, es nuestro hogar. No puedo fallarles.

Aiden dio un paso hacia mí, su mano buscando la mía. El contacto era un ancla en medio de la tormenta.

—Entonces déjame ayudarte. No tienes que decidir sola.

Su cercanía hizo que el aire se volviera denso, lleno de promesas y miedos compartidos. Quise decirle que lo amaba, que temía perderlo, pero las palabras se quedaron atrapadas en mi garganta.

—Hay cosas que no entiendes —susurré—. Secretos que pueden destruirnos.

Él apretó mi mano, transmitiéndome fuerza. En ese momento, supe que juntos podíamos enfrentar cualquier oscuridad, pero solo si no permitíamos que las sombras nos dividieran.

La noche avanzó y la manada dormía, pero en mí, la lucha apenas comenzaba. Porque el peso de elegir entre el deber y el corazón no es algo que se pueda decidir en un instante.

Y mientras las primeras luces del alba rompían la noche, me prometí que no permitiría que el miedo dictara mis pasos.

Porque a veces, la espada y la pared no son más que el umbral de un camino que aún no hemos aprendido a recorrer.

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