Amaneció con una quietud nueva. Una de esas que no se sienten vacías, sino necesarias. Como cuando el mar, después de una tormenta brutal, por fin se rinde a la calma y solo deja espuma suave en la orilla.
Y eso era exactamente lo que éramos ahora: espuma en la orilla. Heridos, mojados, agotados… pero aún aquí. Aún juntos.
La aldea estaba despertando con lentitud. Algunos techos seguían rotos, algunas heridas aún abiertas. Pero las manos se movían, las voces se alzaban con menos miedo, y por primera vez en semanas, vi una sonrisa verdadera en el rostro de un niño.
Yo caminaba entre las casas, sintiendo el calor del sol en la piel como una caricia indulgente. Los saludos eran discretos, algunos reverenciales, otros simplemente humanos. Pero lo que todos compartían era un respeto silencioso. Uno que ya no nacía de mi apellido, sino de lo que había hecho. De lo que habíamos sobrevivido.
Aiden me esperaba en el claro del sur, donde antes entrenábamos en secreto. Ahora, sin amenazas inmine