El aire en la sala parecía haberse vuelto más denso, como si la misma atmósfera estuviera conteniendo la respiración. Esa tarde había comenzado con una calma frágil, un intento de agarrarme a la rutina que Aiden y yo habíamos construido con tanto esfuerzo, pero ahora, frente a mí, estaba él. Mateo.
No me había visto en años. Ni siquiera pensaba que me reconocería, y sin embargo, ahí estaba, con esa sonrisa que tanto dolor me había causado, esa mirada que se había grabado en mis pesadillas, amenazando con desenterrar todo lo que creía haber enterrado.
—Luna —su voz era una mezcla de sorpresa y burla, como si disfrutara de verme tan tensa—. Nunca imaginé que terminarías aquí, en este lugar... con él.
Mi corazón dio un vuelco, y no solo por el choque inesperado. Sabía que sus palabras no eran casuales, que cada sílaba buscaba desestabilizar la frágil construcción que había levantado con Aiden. Y más aún, conociendo su historia, sabía que esa no sería la última vez que intentaría sembrar caos.
Intenté controlar la sacudida que sentía por dentro. No era la niña asustada de antes, no más. Sin embargo, sus palabras golpearon con la fuerza de un tsunami. Recordé las noches en las que me sentía invisible, la soledad disfrazada de indiferencia, las promesas rotas y las cicatrices invisibles que aún dolían.
—¿Por qué has vuelto, Mateo? —pregunté con voz firme, aunque por dentro todo temblaba—. ¿Buscas algo o solo te divierte revivir viejas heridas?
Su sonrisa se ensanchó, dejando al descubierto esa arrogancia que tanto odiaba. —Quizás un poco de ambas cosas. Pero dime, Luna, ¿qué hay de verdadero en esa historia que te has contado para llegar hasta aquí? ¿Crees que puedes cambiar lo que somos? Porque la verdad es que nunca podrás escapar de tu pasado.
Mis manos se cerraron en puños, la rabia y el miedo danzando en mi interior. En ese momento, sentí cómo la puerta se abría de golpe y Aiden entraba en la habitación, su mirada fija en Mateo, un frío que no necesitaba palabras para demostrar su descontento.
—¿Quién es este? —preguntó Aiden, la voz grave, un muro protector que me envolvía sin que siquiera tuviera que pedirlo.
Mateo ladeó la cabeza, como si disfrutara de la escena. —Un recuerdo que tu princesa parece querer olvidar. Pero todos tenemos fantasmas, ¿no es así?
Aiden se acercó, sin perder la compostura, pero con una tensión palpable. —Si has venido a causar problemas, mejor vete.
—No vine a pelear —respondió Mateo, pero sus ojos brillaban con un fuego que decía todo lo contrario—. Solo quería recordarle a Luna quién fue... y quién siempre será.
Las palabras se clavaron en mi piel como cuchillas afiladas. Sentí que la fragilidad que tanto había luchado por ocultar amenazaba con romperse.
Aiden me tomó del brazo suavemente, como para anclarme a la realidad. —No dejes que te manipule, Luna. No eres esa persona.
Pero mi mente era un torbellino. ¿Y si tenía razón? ¿Y si, a pesar de todo, ese pasado oscuro todavía gobernaba mi presente? ¿Cómo podía confiar en mí misma si las sombras que había tratado de dejar atrás volvían a acecharme con tanta fuerza?
Esa noche, en la soledad de mi habitación, me encontré reviviendo cada momento doloroso, cada mentira que me había contado para sobrevivir. Pero también recordé las batallas ganadas, la fuerza que había descubierto dentro de mí y, sobre todo, a Aiden, que estaba dispuesto a luchar conmigo, no contra mí.
Respiré hondo, cerré los ojos y repetí una verdad que debía ser mi ancla: “No puedo dejar que el pasado defina quién soy, ni qué merezco.”
Porque más allá de los ecos que intentan derribarme, mi presente y mi futuro dependen de la mujer que he decidido ser, no de la niña que una vez fui.
Pasaron las horas, pero el rostro de Mateo seguía grabado en mi mente, tan claro como si estuviera justo frente a mí. Era como si cada palabra suya hubiese abierto una grieta profunda en mi seguridad, y a pesar del calor que sentía por la rabia, también había una sombra de duda que amenazaba con extenderse.
Me levanté de la cama, necesitaba aire, salir de esa prisión que mis pensamientos habían creado. Caminé hacia la ventana y aparté la cortina para mirar la noche oscura que envolvía la manada. Afuera, la tormenta que se avecinaba parecía reflejar mi tormento interno. El viento sacudía las ramas de los árboles y el cielo se encapotaba con nubes gruesas que prometían lluvia.
—¿Qué te pasa, Luna? —su voz profunda me hizo girar. Aiden estaba detrás de mí, con el ceño fruncido, preocupado y al mismo tiempo herido por la distancia que sentía entre nosotros.
No podía mentirle ni fingir que todo estaba bien. Le di la espalda un instante, aferrándome al marco de la ventana.
—Él me hace dudar de todo, Aiden —confesé, con la voz quebrada—. Me recuerda que no puedo huir de mi historia, que esas heridas siguen ahí.
Se acercó lentamente, tomó mis manos con firmeza y me obligó a mirarlo. Sus ojos eran un refugio seguro, un ancla en medio del caos.
—Nadie puede cambiar tu pasado, Luna, pero sí puedes decidir qué hacer con él. No voy a permitir que ese fantasma te destruya, porque tú vales más que sus palabras.
Sentí la sinceridad en su tono y la calidez de sus manos sobre las mías. Por primera vez en horas, una pequeña chispa de esperanza se encendió dentro de mí. Aiden no solo estaba dispuesto a luchar contra mi pasado, sino que también estaba dispuesto a caminar conmigo, a pesar de las sombras que se cernían.
—Pero, ¿y si no soy suficiente? —musité, la inseguridad temblando en mi pecho—. ¿Y si el pasado me define más de lo que creo?
Él me abrazó con delicadeza, sus labios rozando mi cabello.
—Eres mucho más que cualquier error, más que cualquier recuerdo doloroso. Eres la mujer que elijo, la que admiro, la que quiero a mi lado.
Un nudo se formó en mi garganta, y las lágrimas amenazaron con salir, no por tristeza, sino por la intensidad de sus palabras. Aiden no solo estaba dándome su apoyo; me estaba mostrando un futuro que podía ser diferente.
La tormenta finalmente estalló con furia, y el sonido de la lluvia golpeando las ventanas llenó la habitación. Nos quedamos ahí, entrelazados, escuchando la tormenta externa y la que se calmaba dentro de mí.
Por primera vez, entendí que no podía permitir que mi pasado me definiera ni me robará el derecho a amar y ser amada. Esa noche, prometí no dejar que los ecos del pasado apagaran la luz que estaba empezando a brillar en mi interior.
—No puedo dejar que el pasado defina quién soy, ni qué merezco —susurré, sintiendo cómo esas palabras se convertían en mi mantra, en mi fuerza para seguir adelante.
Porque aunque las heridas duelan y las sombras persistan, tengo el poder de decidir quién quiero ser. Y esta vez, elegiré ser libre.