32

La tormenta llegó justo cuando la noche estaba en su punto más oscuro. Las nubes gruesas y pesadas se amontonaban en el cielo, como si la naturaleza misma quisiera reflejar el caos que sentía en mi interior. El viento aullaba fuera de la casa, y la lluvia empezó a golpear con fuerza los cristales, creando una sinfonía irregular que acompañaba el temblor de mi corazón.

Aiden estaba frente a mí, sus ojos tan oscuros como la tormenta, pero también llenos de una vulnerabilidad que pocas veces me había mostrado. Habíamos llegado a un punto en el que ya no había máscaras, ni juegos, ni silencios incómodos. Solo la brutal verdad, desnuda y cruda.

—Luna —dijo con voz firme pero temblorosa—, no puedo seguir escondiéndome detrás de la rabia o la indiferencia. Necesito que sepas lo que hay en mí, aunque duela.

Sentí que un nudo se formaba en mi garganta, pero no retrocedí. Sabía que ese momento era inevitable, necesario.

—Yo tampoco quiero seguir fingiendo —respondí—. Estoy cansada de negarte, de negarme.

La electricidad entre nosotros era palpable, no solo por la tormenta externa, sino por la que se desataba entre nuestras almas. Cada palabra que soltábamos era una descarga que nos acercaba y, a la vez, nos desarmaba.

Aiden dio un paso hacia mí, con esa mezcla de determinación y miedo que lo hacía irresistible.

—Te amo, Luna. No porque tenga que poseerte, ni porque seas una pieza en este juego de poder. Te amo porque eres tú. Y eso me aterra.

Mi pecho se apretó con fuerza, y sentí que las lágrimas querían brotar, pero esta vez no por dolor, sino por liberación.

—Yo también te amo —confesé—, aunque a veces ese amor me queme por dentro y me haga sentir vulnerable.

Nos acercamos hasta que solo quedaba el espacio de un suspiro entre nosotros. El calor de su cuerpo contra el mío era un refugio en medio del caos. No había promesas vacías, ni juramentos eternos. Solo la certeza de que, en esa tormenta, estábamos juntos.

—Prométeme que no importa lo que venga —susurró—, lucharemos por nosotros. Sin cadenas, sin mentiras.

Tomé su mano con firmeza, sintiendo que ese gesto era más fuerte que cualquier palabra.

—Prometo que esta tormenta será nuestra. No somos perfectos, ni tenemos un futuro asegurado. Pero ahora, juntos, somos invencibles.

La tormenta afuera seguía rugiendo, pero dentro de mí había una calma inesperada. Porque en ese instante supe que, pase lo que pase, no estaba sola.

Y esa promesa era el principio de todo.

El silencio después de nuestras palabras fue tan denso que casi podía oír mis propios latidos. La tormenta afuera seguía desatándose, la lluvia golpeando sin piedad las ventanas y el viento sacudiendo las hojas de los árboles como si quisiera arrancarlas de raíz. Pero dentro de aquella habitación, solo existíamos Aiden y yo, con la piel aún temblando por la cercanía y las emociones a flor de piel.

Sus dedos apretaron mi mano con un firme y cálido roce que me hizo estremecer. La intensidad de sus ojos, ahora libres de máscaras, me hablaba de una verdad que hasta entonces se había escondido detrás de un muro de silencios y desconfianza.

—No quiero que pensemos en el mañana ahora —susurró, su voz casi un suspiro—. Solo en este momento, en nosotros.

Sentí cómo una oleada de deseo y ternura me atravesaba el pecho, y me rendí sin reservas. Mi cuerpo se acercó al suyo, la distancia desapareció y sus labios rozaron los míos con una suavidad inesperada, una caricia que fue a la vez promesa y confesión. En ese beso había años de lucha, de miedo, de deseo reprimido.

Me apoyé en su pecho, sintiendo el ritmo fuerte y constante de su corazón, ese tambor que había aprendido a escuchar incluso en mis sueños más oscuros. Quería quedarme ahí para siempre, protegida por esa verdad que habíamos desenterrado juntos.

Pero la tormenta no era solo afuera. Dentro de mí, las dudas luchaban por no quedar sepultadas bajo la ola de sentimientos que ahora emergían sin freno.

—Aiden —mi voz tembló—, ¿y si esta promesa no es suficiente? ¿Si nuestras heridas son demasiado profundas para sanar?

Él me miró con una mezcla de paciencia y determinación que me hizo sentir frágil y fuerte a la vez.

—Las heridas solo cicatrizan si alguien las entiende, Luna. No se trata de olvidar, sino de aprender a caminar juntos, incluso con el dolor.

La noche avanzaba y con ella nuestras confesiones se hicieron más intensas, más crudas. Hablamos de los miedos que nos habían mantenido prisioneros, de las expectativas que la manada y nuestras propias historias habían puesto sobre nuestros hombros. No fue fácil, cada palabra abría una herida, pero también nos acercaba, nos unía.

En un momento, Aiden me tomó del rostro con ambas manos, sus dedos acariciando cada línea de mi piel como si quisieran memorizarla para siempre.

—No eres un castigo, ni una obligación —dijo con voz ronca—. Eres mi elección. Mi única.

Mi corazón se quebró en un millón de pedazos hermosos. Porque esas palabras, simples y sinceras, tenían más poder que cualquier juramento de sangre o tradición ancestral.

Me aferré a él, a su cuerpo, a su calor, y dejé que el miedo se disolviera en la pasión que nos consumía. No era solo deseo físico; era una necesidad profunda de conectar, de entendernos, de amarnos sin condiciones.

Mientras la tormenta seguía rugiendo afuera, dentro de nosotros nacía una nueva fuerza, un lazo invisible pero indestructible que prometía resistir cualquier tempestad.

Aiden me susurró al oído, su aliento cálido enviando escalofríos por mi espalda.

—No somos perfectos, Luna. Pero juntos podemos ser invencibles.

Y en ese instante, con la lluvia golpeando las ventanas y su cuerpo estrechándome, supe que esa tormenta era solo el preludio de todo lo que aún nos esperaba. Pero también supe que, por primera vez en mucho tiempo, estaba lista para enfrentar lo que viniera. No como una prisionera de un destino impuesto, sino como la mujer que elige su propio camino.

El futuro era incierto, sí, pero a su lado, esa incertidumbre se transformaba en promesa.

Y así, bajo el estruendo de la tormenta, sellamos un pacto no de posesión, sino de amor verdadero, imperfecto y feroz.

Porque amar duele, sí. Pero no amar... duele mucho más.

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