El aire estaba cargado de una tensión que parecía aplastarme el pecho. Sabía que el tiempo se agotaba, que pronto tendría que tomar una decisión que cambiaría mi vida para siempre. Mi corazón, que latía con una fuerza casi dolorosa cada vez que pensaba en Aiden, y mi deber, ese peso ancestral que me había sido impuesto desde que nací, parecían tironearme en direcciones opuestas.
La noche antes del evento en la manada, me senté frente al espejo en mi habitación, tratando de armar un plan, de ordenar mis pensamientos en medio del caos. La imagen reflejada me devolvía una mujer con ojos cansados pero decididos. No podía permitirme el lujo de dudar, aunque la incertidumbre mordía cada fibra de mi ser.
Busqué consejo en las pocas personas en quienes confiaba realmente. Primero llamé a Mara, mi amiga de la infancia y una de las pocas que conocía mis secretos más oscuros. Su voz cálida al otro lado de la línea fue un bálsamo.
—Luna, tienes que hacer lo que tu instinto te diga —me aconsejó—.