El aire estaba cargado de una tensión que parecía aplastarme el pecho. Sabía que el tiempo se agotaba, que pronto tendría que tomar una decisión que cambiaría mi vida para siempre. Mi corazón, que latía con una fuerza casi dolorosa cada vez que pensaba en Aiden, y mi deber, ese peso ancestral que me había sido impuesto desde que nací, parecían tironearme en direcciones opuestas.
La noche antes del evento en la manada, me senté frente al espejo en mi habitación, tratando de armar un plan, de ordenar mis pensamientos en medio del caos. La imagen reflejada me devolvía una mujer con ojos cansados pero decididos. No podía permitirme el lujo de dudar, aunque la incertidumbre mordía cada fibra de mi ser.
Busqué consejo en las pocas personas en quienes confiaba realmente. Primero llamé a Mara, mi amiga de la infancia y una de las pocas que conocía mis secretos más oscuros. Su voz cálida al otro lado de la línea fue un bálsamo.
—Luna, tienes que hacer lo que tu instinto te diga —me aconsejó—. El deber es importante, sí, pero no puede devorar tu alma. Recuerda que eres más que un símbolo, eres humana, con derechos y deseos.
Sus palabras resonaron en mi mente mientras colgaba. Luego fui a ver a Samuel, el anciano consejero de la manada, un hombre sabio que había visto demasiadas guerras y amores fallidos.
—Debes mostrar fortaleza y autenticidad —me dijo, mirándome con ojos profundos—. La manada respeta a quien toma las riendas de su destino, no a quien se esconde detrás del miedo.
Respiré hondo, agradecida por sus palabras, aunque sabía que el camino no sería sencillo.
Llegó el día del evento. La sala principal de la manada estaba llena de ojos que me escrutaban, de susurros que intentaban descifrar mis intenciones. Aiden estaba allí también, su mirada fija en mí, cargada de una mezcla de orgullo y preocupación que no pude evitar sentir.
Cuando me tocó hablar, sentí cómo todos los ojos se clavaban en mí, esperando una declaración. Cerré los ojos por un momento, sintiendo el peso de la responsabilidad y del deseo mezclándose en mi pecho.
—No estoy aquí para ser una figura decorativa —comencé, con la voz firme pero vibrante—. No voy a esperar a que me elijan. Yo elijo mi destino.
Un murmullo recorrió la sala, algunas caras sorprendidas, otras aprobando en silencio.
Continué, dejando claro que aunque respetaba las tradiciones, también estaba dispuesta a desafiar las normas para proteger a quienes amaba y para ser fiel a mí misma.
Cuando terminé, sentí una oleada de liberación mezclada con un miedo visceral. Sabía que con esas palabras había marcado un antes y un después, no solo para mí, sino para toda la manada.
Aiden se acercó al final del evento, su mirada encontrándose con la mía.
—Nunca dudé de ti —susurró—. Estoy contigo, sin importar lo que venga.
Su cercanía me envolvió, y por un instante, el peso del deber y el anhelo se fundieron en un solo latido.
Esa noche supe que la lucha apenas comenzaba, pero también comprendí que, por primera vez, tenía el poder de decidir quién quería ser.
No iba a esperar más. Yo elegía mi destino.