Desperté con el corazón golpeándome en el pecho como si quisiera salirse. Mi respiración era agitada, entrecortada, y por un segundo no supe dónde estaba. No había humo, ni gritos, ni el olor a sangre que había impregnado el aire durante la noche. Solo silencio.
Silencio… y el sonido de una chimenea crepitando suavemente a mi derecha.
Me incorporé de golpe, lo que fue un error. Un zumbido agudo me atravesó las sienes, y una punzada me cruzó el costado izquierdo. Tenía la boca seca y un sabor metálico en la lengua, como si hubiera estado masticando miedo toda la noche.
—Tranquila —la voz profunda llegó desde la penumbra. Allí estaba él, apoyado contra la pared de madera, los brazos cruzados, observándome como si yo fuera una criatura que no terminaba de entender.
Aiden.
Era imposible no reconocer esos ojos. Dorados, intensos. Como fuego líquido contenido tras una expresión gélida.
—¿Dónde…? —Mi voz salió ronca, temblorosa. Me aclaré la garganta—. ¿Dónde estoy?
—En un refugio. A salvo. —Su tono era grave, casi autoritario, pero no frío. Había algo en él que me desarmaba, como si supiera que estaba hecha pedazos y no fuera a empujarme antes de que lograra recomponerme.
Miré a mi alrededor. La cabaña era pequeña, rústica. Todo olía a madera, resina y algo más… algo que no podía identificar pero que me hacía sentir extrañamente cómoda. Como si lo conociera. Como si me perteneciera.
—¿Cuánto tiempo ha pasado? —pregunté, abrazándome las rodillas.
—Casi un día. Estabas exhausta. Tu cuerpo necesitaba descanso.
Me miraba con la misma intensidad que la noche anterior, como si mi existencia tuviera un peso específico que él reconocía y yo aún no.
—¿Y los demás? ¿Mi aldea? —La voz me tembló más de lo que quería. Un nudo se formó en mi garganta.
Aiden bajó la mirada un instante antes de responder.
—Los cazadores atacaron sin previo aviso. No era una incursión normal. Quisieron destruirlo todo. No sobrevivieron muchos. Lo siento.
No lloré. No en ese momento. Tal vez estaba demasiado entumecida. Tal vez todavía no me creía que mi mundo se había reducido a cenizas. O tal vez… tenía miedo de que si empezaba a llorar, ya no pudiera parar.
Él se acercó lentamente, sus pasos suaves sobre la madera del suelo, como si no quisiera asustarme. Se agachó frente a mí.
—No volveré a dejar que te hagan daño, Luna.
Sus palabras me calaron como el calor de una manta en medio del invierno, pero también me erizaron la piel. ¿Por qué yo? ¿Qué tenía de especial? No era más que una chica común, rota por dentro, con pesadillas que siempre me habían parecido más reales de lo que deberían.
Lo miré con cautela. Tenía una cicatriz delgada en el cuello, y su piel parecía tallada en sombras. No era exactamente hermoso… era peligroso. Y eso me atraía de una forma absurda y alarmante.
—¿Qué eres? —solté antes de poder evitarlo.
Él sonrió. Apenas. Como si la pregunta fuera la misma que llevaba esperando desde que me encontró.
—Un Alfa.
Lo dijo como si eso lo explicara todo. Como si la palabra fuera una sentencia, un grito, un secreto.
—¿Alfa? ¿Como en los documentales de lobos? —pregunté, con sarcasmo torpe.
Sus ojos brillaron.
—No exactamente. Aunque estás más cerca de lo que crees.
Se levantó, caminando hacia una estantería y sacando una pequeña caja metálica. La abrió y sacó un frasco con un líquido espeso de color ámbar.
—Bebe esto. Te ayudará.
—¿Qué es?
—Hierbas. Medicina de mi manada.
—¿Tu manada? —me burlé suavemente, aunque el miedo me carcomía por dentro. Quería que me respondiera, pero también temía lo que fuera a decir.
—Sí. Soy un lobo. Literalmente.
Me congelé. Por un segundo pensé que estaba bromeando. Que me estaba tomando el pelo. Pero su rostro era serio. Dolorosamente serio.
—¿Te golpeaste la cabeza? —intenté reírme, pero sonó hueco, como si mi voz no me perteneciera.
Él no respondió. Solo me observó con esos malditos ojos dorados. Entonces, algo cambió. Un estremecimiento me recorrió el cuerpo. Mi pecho se apretó, como si reconociera algo que mi mente aún se negaba a aceptar.
—La Luna Roja se acerca —dijo finalmente.
—¿La Luna Roja? —pregunté con el ceño fruncido.
—Un evento que ocurre una vez cada siglo. Intensifica nuestras habilidades. Nuestra conexión con el instinto, con lo que somos. Y marca a aquellos destinados a entrelazarse.
—¿Destinados?
—Parejas. Uniones selladas por algo más fuerte que la sangre o la lógica. Por el alma.
Tragué saliva. Mi mente se negaba a creerlo. Pero mi cuerpo… mi cuerpo parecía haber estado esperando esas palabras desde siempre.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo?
Él se acercó. Más de lo necesario. Más de lo razonable. El aire entre nosotros se volvió eléctrico, espeso. Pude olerlo. Su aroma era masculino, salvaje, y absurdamente adictivo.
—No lo entiendo, Luna. Pero desde que te vi, algo en mí cambió. Es como si te hubiera estado buscando sin saberlo. Como si mi alma se reconociera en ti.
Mis labios se entreabrieron. Quería responder. Quería gritar. Quería huir. Pero no lo hice.
—Esto es una locura —susurré, más para mí que para él.
—Tal vez. Pero eso no lo hace menos real.
Me giré, dándole la espalda. Necesitaba espacio. Distancia. Porque si seguía mirándolo, iba a ceder. Y no podía. No aún.
—No puedo quedarme aquí. Necesito respuestas. Necesito entender qué está pasando.
—Y te las daré. Pero primero… necesitas confiar en mí.
Me volví para mirarlo. Y fue entonces cuando lo vi.
La marca en su clavícula. Una especie de símbolo en forma de luna entrelazada con una garra. Parecía recién grabada. Ardía, como si estuviera viva.
—¿Qué es eso?
Él bajó la mirada. Luego volvió a clavarla en mí.
—Es la marca de la Luna Roja. Aparece cuando uno encuentra a su pareja predestinada.
El aire me abandonó de golpe. Me llevé la mano al pecho, como si pudiera detener el tamborileo salvaje de mi corazón.
—¿Y tú crees que soy yo?
—Lo siento. No es cuestión de creer. Es algo que simplemente… es.
Silencio.
Podía sentirlo. La tensión entre nosotros era como un alambre a punto de romperse. Y no era solo atracción. Era algo más profundo. Más primitivo.
—Esto es una locura —repetí—. No puedo simplemente aceptar que mi mundo se ha convertido en… esto.
Aiden dio un paso más, quedando peligrosamente cerca.
—No espero que lo aceptes. Solo que no huyas.
Mi mirada bajó a sus labios, luego subió a sus ojos. Un torbellino de sensaciones me devoraba desde dentro.
—No sé si puedo confiar en ti.
—Lo harás. A tu manera. A tu tiempo. —Su voz era un susurro grave—. Pero no te dejaré sola, Luna. Nunca más.
Me quedé inmóvil. Insegura. Pero también… deseando que tuviera razón.
Porque si lo que él decía era cierto… entonces mi destino acababa de cambiar para siempre.
Y aunque quería negarlo, una parte de mí lo había sentido desde el primer momento en que sus ojos se cruzaron con los míos.
Él me ofreció su mano. No como quien ordena, sino como quien promete.
Y aunque todo dentro de mí gritaba que corriera, que huyera de aquel hombre que afirmaba ser un lobo y hablaba de destinos sellados por la luna…
La tomé.
Aiden sonrió apenas. Pero en sus ojos había algo feroz. Algo que no entendía… y que me estaba empezando a consumir.
—Prepárate, Luna —susurró él mientras la chimenea chispeaba detrás de nosotros—. Porque esto apenas comienza.
Y yo, mientras lo miraba, supe con cada fibra de mi cuerpo que tenía razón.
Nada volvería a ser normal.
Jamás.