La Luna Roja
La Luna Roja
Por: HARPER
1

El viento aullaba esa noche como si la montaña tuviera alma. Una furiosa, dolida y muy vieja.

Estaba recostada sobre mi cama, con la ventana entreabierta, dejando que la brisa helada se colara entre mis sábanas. No debía, lo sabía. Mi abuela siempre decía que las corrientes nocturnas traían consigo cosas que no pertenecían a este mundo. Pero la verdad era que no podía dormir. Otra vez.

Pesadillas.

Siempre eran lobos. Sangre. Un bosque oscuro. Y unos ojos dorados que me observaban como si me conocieran mejor que yo misma. A veces me hablaban, otras solo me miraban desde las sombras, ardiendo como fuego. Pero esta vez… algo se sentía diferente.

Me incorporé, sintiendo la piel erizada en mis brazos. Todo estaba en silencio. Demasiado silencio para un pueblo donde los grillos eran los DJ oficiales de las madrugadas.

—¿Hola? —dije en voz baja, sintiéndome estúpida. Como si el silencio fuera a responder.

Me acerqué a la ventana, sin cerrar del todo las cortinas, y ahí lo vi.

Una figura. Alta. Oscura. Caminando al borde del bosque.

Mi corazón se detuvo por un segundo.

—No es real —me dije—. Estás soñando otra vez, Luna. Solo es otro maldito sueño.

Y entonces lo escuché.

Un grito. Agudo. Humano.

Después, un aullido.

Retrocedí tan rápido que tropecé con la alfombra y caí al suelo. Me arrastré hacia la puerta mientras el caos estallaba fuera. Gritos. Cristales rotos. Ruidos de garras rasgando madera. Todo el pueblo se convirtió en una pesadilla tangible.

Corrí escaleras abajo, gritando por mi abuela.

—¡Nonna! ¡Nonna, tenemos que salir!

La encontré junto a la estufa, temblando, con los ojos desorbitados.

—Los lobos… han vuelto —susurró—. Como aquella noche…

—¿Qué noche? ¿De qué hablas?

Pero no me respondió. Me sujetó del brazo con fuerza.

—Corre, Luna. No te detengas. Corre y no mires atrás.

No quería dejarla, no podía. Pero un estruendo nos sacudió: la puerta principal fue arrancada de un zarpazo brutal.

Y entonces los vi.

No eran lobos normales.

Eran enormes, oscuros, con ojos que brillaban como brasas y fauces demasiado humanas para mi gusto.

—¡Corre! —gritó mi abuela empujándome hacia la ventana trasera.

Salté. Ni siquiera pensé en lo alto que estaba. Solo sentí la caída, el golpe del frío en mi rostro y el ardor en mis rodillas raspadas.

Y corrí.

Corrí como si el infierno se hubiera abierto detrás de mí. Porque lo había hecho.

Los árboles me tragaron. Las ramas me arañaban, la tierra húmeda se hundía bajo mis pies descalzos. Mis pulmones ardían. Sentía a las criaturas cerca, respirándome en la nuca.

Iba a morir. Lo sabía. Iba a ser destrozada en medio del bosque como un animal asustado.

Y justo cuando estaba por caer, sentí una ráfaga de calor. No calor literal… sino una presencia.

Se movía entre los árboles con una velocidad inhumana. Y entonces, lo vi.

Él.

Salió de la oscuridad como si siempre hubiera estado allí.

Alto. Musculoso. Vestía de negro, con un abrigo largo que ondeaba como una sombra viviente. Pero lo que me paralizó fueron sus ojos.

Dios.

Eran los ojos de mis pesadillas.

Dorado líquido. Ardiente. Antiguo.

—¿Estás bien? —preguntó con voz grave, casi ronca.

Lo miré, temblando. ¿Qué se suponía que debía decir? “Hola, me estás acosando en mis sueños desde hace años, ¿qué haces aquí en carne y hueso mientras me persiguen lobos asesinos?”

—¿Quién… quién eres?

—Después. —Se acercó, y sin darme opción, me levantó como si fuera de papel—. Tenemos que movernos.

—¿Qué eres tú?

Sus labios se curvaron en una sonrisa apenas visible.

—Te lo diré cuando estemos a salvo. Si llegamos.

No me gustaba cómo sonaba eso.

Corrimos juntos —bueno, él corrió, yo fui medio arrastrada— hasta que llegamos a una cabaña camuflada entre árboles gruesos. El interior estaba tibio, aunque no supe si por una chimenea invisible o por su sola presencia, porque él… él desprendía calor. Físico. Químico. Y algo más.

Me soltó en el sofá, y yo lo observé con el corazón aún desbocado.

—¿Qué eran esas cosas? ¿Qué demonios está pasando?

—No son cosas. Son parte de lo que eres, aunque aún no lo sepas.

—¿Parte de mí? ¿Te golpeaste la cabeza?

Él se arrodilló frente a mí, tan cerca que sentí su aliento.

—Luna, te he estado buscando por años. Esta noche no fue casualidad. Fue una señal.

—¿Cómo sabes mi nombre?

Sus ojos brillaron de nuevo, más intensos.

—Porque está grabado en mi alma.

Ok. El tipo sexy de ojos dorados resultó ser un lunático poético.

—¿Qué carajos quieres de mí?

—Protegerte.

Esa palabra no debería haberme hecho estremecer. Pero lo hizo.

—¿De qué?

—De lo que eres. De lo que vendrá. Y de mí.

El silencio se volvió espeso. Podía oír su respiración. La mía. Y el latido enloquecido de mi pecho que no sabía si era por miedo… o por otra cosa.

—Esto es una locura —susurré.

—Sí —asintió—. Pero es tu locura. Y ahora también es la mía.

Se quedó mirándome, y por un segundo, creí que iba a besarme. No sé por qué lo pensé. Tal vez por la forma en que sus ojos bajaron a mis labios. O por cómo mis propias piernas temblaban.

Pero no lo hizo.

Se levantó de golpe, como si esa idea lo hubiera quemado.

—Debes descansar. Mañana sabrás más.

—¿Y si no quiero saber?

—Muy tarde para eso.

Se giró, caminando hacia la puerta. Antes de salir, murmuró:

—Esta noche fue solo el inicio, Luna. Tu mundo acaba de romperse. Y yo soy el único que puede ayudarte a reconstruirlo.

Y se fue, dejándome sola, temblando, y con una certeza en el pecho:

Nada volvería a ser igual.

Jamás.

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