El silencio entre nosotros se volvió tan espeso que casi podía tocarse. Aiden caminaba un par de pasos por delante, el rostro rígido, los hombros tensos, como si llevara el peso de todo un reino sobre la espalda. Quizás lo hacía. Supongo que ser un Alfa implicaba más que gruñidos y autoridad. A mí me parecía más un castigo disfrazado de poder.
El bosque nos envolvía con su espesura mientras descendíamos por un sendero estrecho entre árboles retorcidos y raíces que parecían manos al acecho. La noche caía como una sábana negra sobre nosotros y la Luna —aunque no roja esta vez— seguía mirándonos desde lo alto como si esperara algo.
Algo que yo no estaba lista para entregar.
Mis pensamientos eran un caos: hombres lobo, vínculos místicos, Alfas atormentados con miradas capaces de detener mi respiración… y yo, la chica humana que solo quería escapar. Pero aquí estaba, siguiendo al lobo como una polilla sigue al fuego.
—No deberías quedarte tan atrás —dijo él sin volverse, su voz rasgada como piedra contra piedra.
Rodé los ojos aunque sabía que no me veía.
Él se detuvo. Giró lentamente y, por un segundo, sus ojos destellaron con ese dorado sobrenatural que me erizaba la piel.
—No eres parte de mi manada —dijo con gravedad—. Y eso es precisamente el problema.
Sus palabras me golpearon más fuerte de lo que deberían. ¿"El problema"? Lo dijo como si mi existencia fuera una anomalía, una interrupción en su mundo salvaje y estructurado.
—Entonces dime —repliqué, cruzando los brazos—, ¿por qué me salvaste? ¿Por qué me arrastras contigo si solo soy un problema?
El aire entre nosotros chispeó. Sabía que lo estaba provocando, pero necesitaba respuestas. Algo dentro de mí exigía entenderlo.
—Porque no pude dejarte —admitió, la mandíbula tensa—. Porque cuando te vi esa noche… cuando te olí… —hizo una pausa, como si le costara procesar las palabras—, supe que eras diferente. Que no podía ignorarte.
—¿Y eso qué significa, Aiden? ¿Que tengo un olor especial? ¿Eso es lo que hace a una chica “diferente” para ti?
Me arrepentí apenas lo dije. No porque no lo pensara, sino porque sus ojos se endurecieron, y en su rostro apareció esa expresión de tormenta contenida.
—No entiendes lo que significas para mí, Luna —dijo en voz baja, caminando hacia mí con pasos lentos pero decididos—. No entiendes lo que se despierta en un Alfa cuando encuentra a alguien como tú.
—Entonces explícamelo. Estoy aquí. No estoy corriendo —mentí con descaro—, aunque ganas no me faltan.
Se detuvo a medio metro de mí, y maldije internamente lo cerca que estaba, lo bien que olía, lo mucho que me perturbaba. Su mirada me escudriñó como si intentara leer los pensamientos que yo misma apenas entendía.
—Durante siglos, los nuestros han hablado de la Luna Roja. Es un presagio, un catalizador. Lo cambia todo —comenzó, su voz ahora más suave, casi hipnótica—. Cuando apareció anoche, supe que algo vendría. Algo inevitable. Y entonces te vi. Tú, en medio de ese caos, frágil y feroz al mismo tiempo. Y mi lobo rugió.
Tragué saliva.
—No estamos separados. Él soy yo. Pero cuando algo lo remueve, lo siento como si fuera una fuerza ajena dentro de mí. Y tú lo removiste, Luna. Tú me hiciste perder el control.
—Y eso es lo que odias de mí, ¿no? —susurré—. Que te desestabilizo.
Me miró con una intensidad casi insoportable.
—Eso es lo que me aterra.
El refugio al que llegamos era una cabaña de piedra, camuflada entre árboles centenarios. Aiden abrió la puerta con una llave oxidada que colgaba de su cuello, y el crujido de la madera al abrirse pareció una protesta del mismo bosque.
Entramos. Era austero pero cálido: una chimenea apagada, una cama grande cubierta con mantas gruesas, estanterías llenas de frascos, libros y objetos antiguos. El hogar de un hombre que ha visto demasiado y que confía en muy poco.
—¿Es tuyo? —pregunté, recorriendo con la mirada cada rincón.
—Lo era de mi padre. Lo usaba cuando necesitaba estar lejos de todo.
Asentí en silencio. No hacía falta ser un genio para saber que él también necesitaba huir. De su manada, de su título… de sí mismo.
Él se quedó de pie cerca de la ventana, observando el bosque, el ceño fruncido. Parecía muy lejos, como si lo estuviera devorando algún recuerdo.
Me acerqué despacio. No sé si fue por curiosidad, por impulso o por esa conexión estúpida que empezaba a importarme más de lo que quería admitir.
—¿Qué te pasó, Aiden?
Tardó en responder. Cuando lo hizo, fue como si cada palabra costara más que la anterior.
—Perdí a mi familia. Mi madre, mi padre, mi hermano menor. Todos murieron cuando la manada rival atacó. Querían el control del territorio. Querían sangre.
—Lo siento —susurré, y era sincero. El dolor en sus ojos era demasiado real para no tocarme.
—Yo tenía quince años. Demasiado joven para tomar el mando. Pero lo hice. Porque no había nadie más. Porque alguien tenía que hacerlo, aunque mi alma ya estuviera rota.
No pensé. Lo abracé.
Fue un movimiento impulsivo, desarmado, sin más intención que envolverlo en algo que no fuera frío o muerte o deber. Solo calor humano. Solo yo.
Aiden no se movió. Por un segundo, creí que me apartaría. Pero en lugar de eso, apoyó su frente contra la mía, y el mundo pareció volverse más lento.
—No sé lo que eres para mí, Luna —murmuró, su aliento cálido contra mis labios—. Pero cada segundo que paso contigo, siento que me estoy hundiendo más.
Podía sentirlo todo: su tensión, su necesidad contenida, su miedo. Y también el mío. Porque él me arrastraba a un mundo que no comprendía, pero al que cada vez pertenecía más.
—Y si te hundes conmigo —pregunté—, ¿qué pasa?
Me miró con ojos encendidos.
La noche avanzó mientras el fuego crepitaba en la chimenea. Yo me senté en un sillón grande con una manta sobre las piernas, observándolo mientras él rondaba por la habitación como un lobo enjaulado.
—¿Siempre eres así de inquieto?
Me lanzó una mirada rápida.
Sonreí, divertida y confundida.
—Eso no es culpa mía.
—Sí lo es.
Se acercó, lento, como si caminar hacia mí fuera peligroso, como si tocarme lo fuera aún más. Se arrodilló frente a mí y tomó mi mano. Su palma era cálida, áspera, firme.
—Tú cambias todo, Luna. Y no sé si eso me salva o me condena.
Mi corazón latía como si quisiera salirse del pecho.
—Tal vez ambas cosas.
Me miró, serio.
—¿Cuál?
—No huyas de mí.
Y entonces, su frente volvió a tocar la mía. Su mano enredó mi cabello. No hubo beso. No hacía falta. Porque en ese momento, en ese roce apenas perceptible, entendí que lo nuestro no iba a ser simple.
Ni seguro.
Ni cuerdo.
Pero era inevitable.
Esa noche no dormí. No por miedo, ni por la dureza del colchón. Sino porque Aiden estaba a pocos metros, y mi mente no podía dejar de girar en torno a él.
Su historia.
Su fuerza.
Su tristeza.
Y ese secreto que aún no me decía.
Algo me decía que el verdadero peligro no eran los cazadores. Era él.
Y lo peor era que yo no quería huir.
No aún.
Porque por primera vez en mucho tiempo, sentía que algo me ataba a este mundo.
Y tenía ojos dorados.