27

El aire estaba denso cuando vi a Aiden cruzar la puerta del salón de la manada. La distancia que había entre nosotros en las últimas semanas parecía pesar toneladas, y sin embargo, ahí estaba él, tan imponente como siempre, con esa mirada que podía quemar o congelar en segundos.

No supe si fue el tiempo o la ausencia lo que hizo que cada fibra de mi cuerpo se tensara al verlo, pero la verdad es que la tensión que siempre había latido entre nosotros se sentía ahora a flor de piel, lista para estallar.

—Luna —dijo con esa voz profunda que me derrite y me enciende al mismo tiempo.

Yo no respondí al instante, solo lo miré, midiendo cada palabra antes de hablar.

—¿Aiden? —mi tono era frío, pero mi pecho ardía en contradicción—. Pensé que tardarías más en aparecer.

Él arqueó una ceja, divertido y desafiando.

—Siempre llego cuando más se me necesita.

La sala parecía pequeña, como si el espacio entre nosotros se comprimiera hasta que solo quedara la electricidad del roce invisible.

Los otros miembros de la manada observaban en silencio, conscientes de la tormenta contenida que eramos nosotros dos. Yo podía sentir cómo sus miradas pesaban, pero no estaba aquí para agradarles. Ni siquiera para complacer a Aiden.

—¿Y qué se supone que necesitas? —solté, intentando mantener la compostura, aunque sabía que estaba a un hilo de perderla.

—Hablar —respondió, acercándose un poco, pero sin invadir mi espacio—. Tenemos cosas pendientes, Luna. Cosas que no podemos seguir ignorando.

Mi corazón se aceleró, y con él, la pelea interna entre lo que deseaba y lo que temía.

—¿Pendientes? —repetí, sintiendo la ironía—. Claro, porque hablar arreglará todo, ¿no? Como si las palabras pudieran borrar las heridas.

Aiden dio un paso más, y pude sentir el calor que emanaba de su cuerpo tan cerca del mío. El roce de su aliento, una promesa y una amenaza.

—No pretendo que sea fácil —susurró—. Pero no podemos seguir así, jugando a la distancia, a la indiferencia.

El ambiente entre nosotros se cargó, y por un instante, la furia dio paso a un deseo brutal, contenida en cada mirada, en cada respiración.

—¿Y qué quieres, Aiden? ¿Que baje la guardia y me entregue a ti? —pregunté con un hilo de voz, casi temblando.

—Quiero que me dejes entrar —dijo sin dudar—. Que confíes en mí, aunque te dé miedo.

La tentación me atacó con fuerza, casi cediendo, sintiendo la necesidad de cerrar esa brecha con un solo gesto. Pero justo cuando mi mano se alzó hacia su pecho, frené.

Porque sabía que ceder ahora no era la solución, que caer en sus brazos sin respuestas sería entregar mi libertad.

—No —dije firme, apartándome—. No puedo. No así.

Su expresión se ensombreció, mezcla de frustración y algo que no supe identificar. Dolor, quizás.

—Entonces, ¿qué quieres, Luna? —me desafió—. ¿Seguir peleando hasta que no quede nada?

Miré sus ojos y encontré en ellos el reflejo de mi propia batalla.

—Quererlo era una batalla, y yo no estaba segura de ganar.

Y con esas palabras, dejé que el silencio nos envolviera, con la promesa amarga de que este juego apenas comenzaba.

Sentí el peso de mis propias palabras colgando entre nosotros como una tormenta a punto de estallar. Aiden permaneció inmóvil por un segundo, como si el tiempo se hubiese detenido para darnos espacio a esta verdad incómoda que ambos temíamos admitir.

Entonces, con una mezcla de desafío y vulnerabilidad, sus dedos rozaron mi mejilla, un contacto leve, casi tímido, que hizo que mis sentidos explotaran y al mismo tiempo retrocedieran.

—No quiero pelear contigo —susurró, como si eso fuese una confesión prohibida—. Pero tampoco puedo prometerte que esto será fácil.

Lo miré a los ojos, buscando en ellos una promesa que aliviara esta guerra silenciosa entre nosotros. En vez de eso, vi el reflejo de mis propios miedos y deseos en su mirada.

—Entonces, ¿qué quieres que haga, Aiden? —pregunté, la voz apenas un hilo—. ¿Que te entregue mi vida sin garantías? ¿Que confíe en un futuro que ni siquiera sabemos si existirá?

Él suspiró, acercándose un poco más, la cercanía entre nuestros cuerpos volvió a encender la chispa que parecía imposible de apagar.

—Quiero que luchemos —dijo firme—. Que peleemos por lo que sentimos, aunque duela.

Sentí que la tensión entre nosotros se convertía en un nudo apretado en el pecho. Por dentro, cada palabra removía algo profundo, una mezcla de esperanza y miedo que no sabía cómo manejar.

—Pero, ¿y si esa lucha solo nos destruye? —mi voz se quebró un poco, revelando la inseguridad que intentaba ocultar—. ¿Y si, al final, solo quedamos cenizas?

Aiden me miró con una intensidad que me hizo estremecer.

—Entonces, prefiero arder contigo que vivir en la oscuridad sin ti.

El silencio volvió a caer, esta vez menos frío, más cargado de una promesa que ni él ni yo estábamos listos para cumplir, pero que ya no podíamos ignorar.

La sala parecía haberse reducido a ese espacio mínimo que ocupábamos, donde cada roce de piel y cada palabra no dicha aumentaban la tensión hasta casi quemarnos vivos.

—No sé si estoy lista —admití, dando un paso atrás, tratando de poner distancia para protegerme—. No sé si puedo arriesgarme a perderme a mí misma en esto.

Aiden no se movió, solo me observó con una mezcla de comprensión y dolor.

—No tienes que hacerlo sola —me dijo suavemente—. No esta vez.

Fue como si, por un instante, el mundo se detuviera y solo existiéramos él y yo, con todas nuestras dudas y pasiones entrelazadas.

Pero entonces, la realidad golpeó de nuevo, con el eco de responsabilidades y peligros que nos rodeaban, recordándonos que no éramos solo Luna y Aiden, sino también parte de algo mucho más grande.

—Mañana tenemos la reunión —le recordé—. No puedo mostrarme débil, no ahora.

—No lo harás —aseguró, su voz cargada de promesas—. Pero no tienes que cargar con todo el peso.

Quise creerle, porque en ese momento, su cercanía y sus palabras eran lo único que me daba fuerzas para seguir adelante, a pesar del miedo y la incertidumbre.

La tensión no se disipó, solo cambió de forma, transformándose en un hilo invisible que nos unía, retándonos a enfrentar juntos la tormenta que se avecinaba.

Sabía que esta pelea entre nosotros era solo el comienzo, que el deseo y el miedo seguirían chocando una y otra vez, pero también que, de alguna manera, estábamos atrapados en esta danza peligrosa y hermosa que era nuestro destino.

Quererlo era una batalla, y yo no estaba segura de ganar. Pero una cosa estaba clara: no podía rendirme sin luchar.

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