26

La mañana amaneció más gris de lo usual, como si el cielo supiera exactamente lo que se me había clavado en el pecho y decidiera solidarizarse, cubriéndose con nubes que no llovían pero pesaban. Igual que mis pensamientos.

Desde la conversación con Eldric la noche anterior, no había dormido más de una hora. Cada vez que cerraba los ojos, las palabras “equilibrio o destrucción” parpadeaban detrás de mis párpados como un presagio tatuado en fuego. Y lo peor era que no sabía a cuál de las dos cosas me estaba inclinando.

El silencio en la cabaña era espeso. Solo el leve crujido de la madera y el distante canto de los cuervos me hacían compañía. Ni siquiera el vínculo con Aiden ardía esta mañana. Se sentía dormido, como si él mismo hubiera decidido esconderse en su rincón de oscuridad… o de cobardía.

Me senté frente al espejo con el cabello revuelto, los ojos hinchados y una taza de té que ya se había enfriado.

“Eres muchas cosas. Justamente ese es el problema.” Las palabras de Kael me daban vueltas como un eco insoportable.

¿Qué se supone que debía hacer cuando sentía que todos esperaban algo diferente de mí? Que sea fuerte, pero dócil. Que defienda la manada, pero no cuestione al Alfa. Que ame a Aiden, pero que no lo reclame. Que lo olvide, pero no deje de serle leal.

Tenía la sensación de que me estaban esculpiendo desde todos los ángulos y que, al final, no quedaría nada que reconociera como propio.

Me levanté de golpe. No podía seguir encerrada. Mi pecho ardía de rabia contenida, de impotencia disfrazada de obediencia. Me puse las botas, tomé una chaqueta de cuero negro que aún olía a bosque y salí.

El aire frío me azotó la cara como una bofetada. Caminé sin rumbo, siguiendo los senderos entre los árboles como si ellos supieran a dónde quería llegar. Necesitaba escapar de la sensación de estar enjaulada en una jaula que nadie más veía. De esas cadenas invisibles que no te atan con fuerza, pero te impiden volar.

El sol comenzaba a colarse entre las ramas, formando figuras temblorosas sobre el suelo húmedo. Cada pisada crujía. Era el único sonido entre tanto silencio.

Pensé en mi madre. En cómo había luchado contra las expectativas de los suyos, en cómo le habían exigido que sacrificara su amor por el deber. Y lo hizo. Y la destruyó. ¿Me estaban empujando al mismo abismo?

Un cuervo graznó desde la copa de un árbol y lo miré fijamente. “El fuego ya ha comenzado”, dijo Eldric. Y yo no sabía si quería apagarlo o dejarlo consumirlo todo.

Me senté en una piedra cubierta de musgo, dejé que mis dedos se hundieran en la tierra húmeda. Era la única cosa que me conectaba con algo real.

Y entonces lo sentí.

Una punzada en el pecho. Un leve tirón en el vínculo.

Aiden.

No lo había sentido en horas. Tal vez incluso días, si contaba todo ese tiempo que había estado flotando, ignorándome.

Me quedé quieta, esperando.

Entonces llegó.

No como un pensamiento. No como una voz mental. Sino como una carta. Una carta que un lobo mensajero dejó caer en mi regazo sin decir una palabra.

El papel era grueso. El sobre, sellado con cera negra. El símbolo de su linaje marcado con fuerza: la luna en cuarto menguante sobre una espada atravesada.

Lo abrí con manos temblorosas. El olor a su esencia se mezclaba con el de la tinta. Era su letra. Firme. Rápida. Demasiado segura para un hombre que me había hecho dudar de todo.

Luna,

Hay cosas que no puedo explicarte aún. No porque no quiera, sino porque el momento no ha llegado.

Pero debes saber que lo que hago, lo que decido, no es por falta de amor.

Tú has sido una constante en mi caos. Una llama que no supe cómo controlar, pero tampoco quise apagar.

La alianza es necesaria. Aunque duela.

No estoy pidiéndote que lo aceptes. Solo que recuerdes que no todo es lo que parece.

—Aiden

Leí las palabras una vez. Luego otra. Y otra más.

Cada frase era una daga envuelta en terciopelo.

“No por falta de amor.”

“Una llama que no supe cómo controlar.”

“No todo es lo que parece.”

¿Y qué era, entonces?

¿Mentira?

¿Estrategia?

¿Cobardía disfrazada de deber?

Me levanté de golpe. El papel temblaba entre mis dedos. Quise romperlo, quemarlo, devorarlo si con eso podía arrancarme la confusión de las entrañas.

Pero no lo hice.

Porque una parte de mí… una jodida y masoquista parte de mí… quería creerle.

Y eso era lo peor de todo.

Que aún dolía.

Que aún lo amaba.

Que aún quería que sus palabras fueran verdad.

Pero otra parte, más nueva, más feroz, más mía… quería gritarle a la cara que no iba a seguir siendo su ancla silenciosa mientras él navegaba hacia otras costas.

No me iba a quedar esperando a que me eligiera.

Ya me había elegido yo.

Y eso… eso debía bastar.

Crucé el bosque de regreso con los latidos atronando. Como si estuviera corriendo, aunque mis pies apenas se movían. Mis pensamientos eran un enjambre. Zumbaban. Picaban. Ardían.

Una frase rondaba mi mente como una sentencia.

No sé si sus palabras son verdad… o prisión disfrazada.

Y hasta que no lo supiera, no pensaba entregar ni un centímetro más de mí.

Volví a la cabaña justo cuando el sol comenzaba a perder fuerza, tiñendo el cielo de tonos rojizos que parecían reflejar el incendio interno que sentía. No podía evitar sentirme atrapada, no solo por las expectativas de la manada ni por las alianzas que otros tejían a mi alrededor, sino también por mis propios sentimientos, que a veces parecían cadenas más pesadas que cualquier mandato externo.

Me senté en el borde de la cama, sosteniendo la carta con fuerza, como si de esa manera pudiera exprimir de ella alguna certeza. Pero todo lo que encontraba era más confusión.

Recordé el día en que Aiden y yo nos vimos por primera vez bajo ese mismo cielo encendido. Él había llegado con esa aura de poder y misterio que tanto desconcertaba y atraía al mismo tiempo. Recuerdo cómo me había mirado, con esa intensidad que podía partirte en dos sin tocarte siquiera.

Pensar en él ahora era sentir una mezcla de calor y frío. El calor de los momentos compartidos, la pasión contenida en cada roce, y el frío de la distancia que ahora parecía crecer, como un abismo que no sabía si quería cruzar o huir de él.

Intenté respirar hondo, cerrar los ojos y encontrar algo de paz. Pero en ese silencio, las dudas se multiplicaban. ¿Hasta qué punto estaba dispuesta a ceder? ¿Cuánto de mí podía sacrificar sin perderme?

Mis pensamientos se interrumpieron cuando escuché un golpe en la puerta. Era Kael. Su expresión era seria, sus ojos fijos en mí con una mezcla de preocupación y desafío.

—Luna —dijo, entrando sin esperar respuesta—. La manada está inquieta. Necesitan que muestres fortaleza. Que seas esa líder que saben que puedes ser, aunque tú no lo creas.

Lo miré, tratando de encontrar en sus palabras una esperanza o una excusa para rendirme. Pero no hubo ninguna.

—No sé si puedo, Kael —admití, con la voz quebrada—. Siento que estoy atrapada en un juego que no entiendo, y cada movimiento me aleja más de lo que quiero.

Él se acercó, apoyando una mano firme sobre mi hombro.

—El poder no es solo saber qué hacer cuando todo va bien, Luna —me dijo con voz grave—. Es saber levantarte cuando todo se desmorona. Es elegir quién eres cuando nadie te mira.

Sus palabras resonaron en mi pecho, pero el eco era un recordatorio más de la responsabilidad que llevaba encima.

Esa noche, antes de dormir, volví a leer la carta de Aiden. Me pregunté qué secretos guardaba, qué razones ocultas justificaban ese frío mensaje disfrazado de ternura. Mi corazón quería creer, pero mi mente se negaba a rendirse sin batalla.

Me quedé despierta, mirando la luna que asomaba tímida entre las nubes. Sentí que esa luna nueva reflejaba mi alma: oscura, llena de incertidumbre, pero lista para renacer en fuego.

—No voy a ser la pieza sacrificada de nadie. Ni de ellos ni de él—, susurré al viento, haciendo mío ese juramento como una armadura invisible.

Y con esa promesa me dormí, lista para enfrentar lo que viniera, aunque no supiera exactamente qué sería.

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