24

A veces solo necesitas que el mundo se calle.

Que los consejos de guerra, los susurros venenosos y hasta el propio eco de tus pensamientos bajen el volumen. Que la luna se esconda y te deje sola con tus monstruos. Y tus recuerdos.

Esa noche, cuando el cielo se cubrió con el velo negro de la luna nueva, supe que no iba a dormir. El aire estaba espeso, demasiado caliente para ser primavera, y mis pensamientos no paraban de girar como un tornado sin dirección.

Así que tomé una linterna pequeña, me calcé las botas sin hacer ruido, y salí. Dejé atrás las murallas, las habitaciones vigiladas, las miradas que me pesaban más que cualquier carga física.

El bosque me recibió con un silencio húmedo, espeso. Ni grillos. Ni viento. Solo las hojas crujientes bajo mis pasos y el golpeteo suave de mi respiración. Como si hasta la naturaleza contuviera el aliento para no interrumpirme.

No tenía un destino claro. Solo caminaba.

Tenía el alma tan cargada que sentía que si no la vaciaba ahí, entre árboles y sombras, terminaría explotando. Y con lo que llevaba adentro… no quería imaginar el desastre.

Pensaba en Aiden, claro. Porque no había un rincón dentro de mí que él no hubiera marcado con fuego.

Pensaba en la forma en que me había mirado la última vez. Entre resignación y furia. Como si odiara amarme. Como si su honor, su carga, fuera un muro demasiado alto incluso para saltar por mí.

Y, ¿sabes qué? Me dolía.

Me dolía como maldita garra hundida en el pecho.

Pero también empezaba a entenderlo. O al menos, a dejar de idealizarlo.

El amor no siempre era la salvación que nos vendían en los cuentos. A veces era el puñal que te acariciaba antes de clavarse. Aiden no era perfecto. Y yo tampoco. Éramos dos bestias heridas intentando protegerse… y matarse al mismo tiempo.

Llegué a un claro pequeño, uno que conocía desde niña. Un sitio sagrado entre los nuestros. Donde las lobas venían a parir, a curarse, o simplemente a hablar con la luna. Aunque esta noche ella no estaba.

Me dejé caer de rodillas sobre la hierba húmeda. Cerré los ojos. Y por fin, respiré hondo.

El bosque olía a tierra viva. A humedad. A savia. A algo más antiguo que el lenguaje. Me quité la capa, la dejé a un lado, y me tumbé boca arriba, sintiendo la vibración del suelo bajo mi espalda.

Y entonces… los recuerdos empezaron a filtrarse. Como si el bosque me abriera una puerta oculta.

Vi su rostro.

El de mi madre.

Y el de él.

El Alfa prohibido.

Yo tenía quizá ocho, nueve años. Era tarde. Mamá me había llevado al claro, igual que ahora. Me dijo que íbamos a “escuchar la voz de la luna”.

Pero no fue la luna quien habló esa noche.

Fue él.

Salió entre los árboles como una sombra alta, poderosa. Con ojos oscuros que no eran de este mundo. El corazón me dio un vuelco en el pecho. Sabía quién era. Todos sabíamos. El exilio, el castigo, el tabú.

Mi madre se levantó del tronco donde se había sentado y caminó hacia él sin miedo. Como si lo hiciera cada noche. Como si no fuera el enemigo. Como si su alma perteneciera a él.

—Llegaste tarde —le dijo ella.

—Tu mensaje llegó tarde —respondió él, y su voz era como el trueno antes de la tormenta.

Yo temblaba. Me escondí tras un arbusto, aunque sé que me vieron. Que me dejaron mirar.

Y entonces ocurrió. Él la tocó. No como los hombres tocan a las mujeres con deseo. La tocó como si la necesitara para respirar. Como si verla allí, viva, entera, fuera un milagro. Como si en ella estuviera su última verdad.

—No puedo seguir viniendo —le susurró él, y le tembló la voz—. Nos descubrirán. Tu hija…

—Mi hija no dirá nada —contestó mamá, mirándolo con los ojos llenos de una tristeza que nunca entendí del todo—. No tiene por qué entender. Solo mirar.

Ese momento… ese instante suspendido en el tiempo… lo comprendí años después. Ahora.

Mamá no solo había amado. Se había condenado. Había entregado su alma a un imposible. A un amor que la desgarraba y la hacía renacer a la vez.

Y aún así… no se arrepentía.

Me quedé mirando el cielo sin luna, la garganta cerrada, los ojos abiertos pero viendo otra cosa. Vi su rostro cuando regresó conmigo aquella noche. Cómo me acarició el cabello. Cómo no dijo nada. Solo me abrazó como si el mundo fuera a quebrarse.

Y ahora yo entendía.

Ahora lo sentía.

El amor no siempre era luz. A veces era sombra.

Aiden era mi sombra. Mi maldito eclipse.

Y, sin embargo, jamás había deseado algo tanto.

Me senté despacio, con los músculos tensos, los recuerdos aún pegados a la piel como escarcha.

Un crujido entre los árboles me hizo girar la cabeza. Tensa. Alerta. Mi lobo interior levantó las orejas, preparado para cualquier cosa. Pero no era un enemigo.

Era el bosque recordándome que estaba viva.

Me puse de pie. No era la misma que había salido hace un rato.

Ahora entendía cosas.

Ahora sabía de dónde venía el fuego que me quemaba por dentro.

Era herencia.

Era legado.

Era amor.

Aunque doliera.

Aunque sangrara.

Porque hay heridas que no se curan. Se convierten en parte de ti.

Volví despacio, con los pasos firmes, la respiración profunda. Y la certeza retumbando dentro como un mantra:

El amor no siempre es luz, a veces es sombra. Pero siempre deja marca.

El sendero de regreso no era el mismo. El bosque nunca lo es cuando lo atraviesas con otra alma. Y yo ya no era la misma chica que había salido buscando paz.

Ahora sabía que no iba a encontrarla.

No del modo en que la había imaginado.

La paz no era silencio ni ausencia de dolor. Era aceptación. Era aprender a caminar con las grietas sin intentar esconderlas. Y yo tenía muchas. Algunas eran antiguas, como esa noche en que vi a mi madre entregarse al Alfa proscrito. Otras eran nuevas, ardientes, aún sangrando, con la forma de unos ojos grises que no me dejaban dormir.

Aiden.

A veces creía que él no tenía cicatrices, solo armadura. Pero luego veía cómo me miraba. Con esa mezcla de deseo, temor y rabia. Como si cada vez que se acercaba, tuviera que recordarse que no debía.

Y sin embargo, lo hacía.

Yo también.

La atracción entre nosotros no era algo que pudiera explicarse con palabras. No era lógica. Era algo más instintivo, más primitivo. Como si nuestras almas hubieran decidido reconocerse antes de que nuestros cuerpos lo hicieran.

Lo odiaba por lo que me hacía sentir.

Y lo necesitaba como si fuera aire.

—Eres una idiota —murmuré para mí misma mientras caminaba, golpeando una piedra con la punta de la bota—. Enamorarte de tu Alfa fue la cereza sobre el pastel de los errores.

Pero no me arrepentía.

No podía.

Había algo hermoso en ese caos.

Cuando llegué al límite del bosque, dudé. La luz tenue de las antorchas del perímetro me recordaba que el mundo real me esperaba. Con sus reglas. Sus cadenas. Su juicio.

Y yo aún llevaba en la piel el perfume salvaje de los árboles. De la noche. De mi madre.

Me senté sobre una roca baja, justo antes de cruzar la línea de regreso. Me abracé las rodillas. Por un momento, solo quise quedarme allí. Entre dos mundos. Ni loba ni humana. Ni Alfa ni subordinada. Solo Luna. Sin más.

Un viento suave agitó mi cabello. Cerré los ojos, dejándome envolver por el murmullo lejano de los árboles. Sentía que estaban vivos. Que me hablaban en un idioma que mi sangre sí entendía.

Entonces lo sentí.

Ese pinchazo suave en el pecho.

El eco de una presencia.

Familiar.

—Sabía que te encontraría aquí —dijo su voz detrás de mí, grave, baja, contenida.

Mi cuerpo se tensó. No necesitaba girar para saber que era él. Podía sentirlo antes de que hablara. Antes de que respirara siquiera.

Aiden.

—¿Me seguiste? —pregunté, sin moverme.

—Te busqué.

Su sinceridad me desarmó por un segundo. Pero no iba a hacerlo fácil.

—¿Preocupado por tu pequeña loba inestable? ¿Temías que me devorara el bosque?

Escuché sus pasos acercarse. Firmes, seguros, como todo en él. El aire a mi alrededor se volvió más denso, más cargado. Su energía era tan fuerte que parecía alterar el mismo ambiente.

—Preocupado porque estás sola. Porque llevas un fuego en el pecho que no sabes cómo controlar. Y eso… eso puede ser peligroso.

Giré lentamente para mirarlo. Estaba de pie frente a mí, cruzado de brazos, con esa expresión que lo hacía parecer esculpido en piedra. Pero sus ojos no mentían. En ellos ardía algo. Dolor. Furia. Deseo.

—¿Y tú sí sabes cómo controlar el tuyo? —susurré—. Porque cada vez que me miras, ardes igual.

Su mandíbula se tensó. Dio un paso más cerca.

—No digas eso.

—¿Por qué no? ¿Te asusta? ¿Te asusta sentir?

—Me asusta perder el control —murmuró.

Sus palabras me golpearon más de lo que esperaba. Porque entendía. Porque yo también estaba al borde.

Me puse de pie, enfrentándolo. El bosque detrás de mí, la frontera invisible de nuestras posiciones delante.

—¿Y si ya lo perdimos? —le dije—. ¿Qué pasa si lo que sentimos ya no se puede controlar? ¿Qué pasa si el daño ya está hecho?

Nos miramos en silencio. Todo entre nosotros vibraba. El aire. La tierra. Nuestro pulso.

Aiden alzó una mano, casi como si quisiera tocarme… pero se detuvo.

—Tú no entiendes. Hay cosas que no puedo darte. No sin destruirte en el proceso.

—Entonces dámelas igual —susurré—. Prefiero ser destruida por lo que amo, que vivir entera sin sentir nada.

Sus ojos se cerraron por un instante. Como si esas palabras lo hubieran atravesado.

Y luego se fue.

Sin tocarme.

Sin decir nada más.

Solo se dio la vuelta y desapareció entre las sombras, dejándome ahí, con el pecho latiendo como un tambor desbocado y los ojos llenos de algo que no era solo rabia ni solo tristeza.

Era amor.

Era pérdida.

Era todo lo que nos negábamos.

Miré hacia el cielo vacío. Sin luna. Sin estrellas.

Y pensé en mamá.

En el Alfa que amó.

En lo que ese amor le costó.

Quizá estábamos condenadas a lo mismo. A querer en la oscuridad. A arder en silencio.

Pero también entendí algo más.

Yo no era mi madre.

No era una sombra más.

Yo era Luna.

Y si iba a amar…

si iba a luchar…

lo haría con toda la tormenta que llevaba dentro.

El amor no siempre es luz, a veces es sombra. Pero siempre deja marca.

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