25

El fuego ardía en el centro del círculo, una lengua viva que crepitaba con la misma furia que hervía dentro de mí. Las llamas bailaban altas, proyectando sombras sobre los rostros que me rodeaban. Todos estaban allí. Guerreros, sabios, jóvenes recién transformados, incluso aquellos que rara vez abandonaban sus refugios en la montaña. Cuando la manada convoca bajo la luna nueva, no hay excusas. Solo obediencia.

Y sin embargo, mi cuerpo se sentía como una prisión. Tenso. Apretado. Como si en cualquier momento mi piel pudiera resquebrajarse y dejar escapar todo lo que estaba reprimiendo.

Los rumores sobre Aiden habían comenzado como un murmullo, una grieta sutil en la normalidad. Pero ahora... eran un vendaval. “Comprometido”. “Elegido por el consejo”. “Una unión para la paz”. Palabras que me taladraban los oídos sin necesidad de ser confirmadas. Porque en esta manada, los secretos no duran demasiado. Las mentiras huelen peor que la sangre.

Me senté en la piedra más próxima al fuego, con la espalda recta y el mentón alto. El silencio era espeso, cargado de expectación. Nadie se atrevía a hablar primero. Porque sabían que esta vez, la loba marcada por el Alfa tenía algo que decir.

Y yo, aunque me sintiera rota por dentro, iba a demostrarles que todavía podía morder.

—Sé por qué estamos aquí —dije con voz firme, controlando el temblor en mis manos —. La manada huele el humo y cree que el bosque arderá. Pero no todos los incendios son una amenaza. Algunos... limpian.

Un murmullo se esparció, como hojas sacudidas por el viento. Pude sentir la mirada de todos sobre mí. Algunos dudaban, otros evaluaban, unos pocos esperaban que me derrumbara. Pero no iba a darles ese gusto. No esta noche.

—Se habla de un compromiso —continué—. De una alianza que garantizaría la paz con el Clan del Valle. Lo que no se dice es lo que eso nos costará.

Uno de los ancianos, Bryn, se levantó. Su rostro era una red de arrugas, su voz tan grave como el trueno.

—¿Y tú qué sabes del costo, niña? ¿Has sentido el peso de mantener a salvo a una manada cuando cada elección podría condenarlos?

Lo miré fijamente. No con desafío, sino con esa rabia controlada que aprendí a usar como un arma.

—Sé que la paz impuesta con cadenas no es paz, es sumisión —repliqué—. Y no vine a este mundo para arrodillarme.

Unos cuantos se removieron incómodos. Otros, curiosamente, parecieron enderezarse, como si esas palabras les hubieran recordado algo que creían perdido.

—¿Qué sugieres entonces, Luna? —preguntó otra voz, femenina, distante—. ¿Que ignoremos los acuerdos? ¿Que enfrentemos a todo el Valle solo porque tu corazón está herido?

Ah. Ahí estaba. La daga escondida tras la sonrisa diplomática. Que todo esto era un berrinche sentimental. Una loba despechada.

Sonreí. Dulce. Peligrosa.

—No es mi corazón el que debe preocuparles, sino mi lealtad. Y la suya. —Me puse de pie—. Porque si este compromiso lo ata a otra manada, entonces quiero saber si Aiden sigue siendo nuestro Alfa… o solo el emisario de un nuevo dominio.

El silencio se hizo de nuevo. Pero esta vez era diferente. Ya no era expectante, sino inquieto. Yo había dicho lo que muchos pensaban y no se atrevían.

Fue entonces cuando Bryn volvió a hablar, esta vez más despacio.

—Tu madre también habló así, ¿lo sabías?

Sus palabras me helaron. No por lo que dijo, sino por la forma en que lo dijo. Como si el recuerdo de ella aún pesara en los huesos de la manada.

—Ella también quiso cambiar las cosas. Se enfrentó al consejo. Y murió por ello.

No aparté la mirada.

—Mi madre murió por la traición de aquellos que se llamaban hermanos —respondí, con el pecho alzándose—. Pero yo no pienso seguir sus pasos.

—¿Y cuáles seguirás, Luna? —inquirió con dureza—. ¿Los de tu Alfa? ¿O los tuyos?

La pregunta quedó suspendida en el aire como una amenaza no dicha.

Y la respuesta fue más sencilla de lo que pensé.

—Los míos.

Sentí algo en mi interior quebrarse y reconstruirse al mismo tiempo. Una parte de mí, esa que temía decepcionar, que temía no estar a la altura, se deshizo. Y dejó espacio para otra: la que sabía que el liderazgo no siempre lo da el linaje, sino la voluntad.

Porque si Aiden iba a formar alianzas a costa de su manada, entonces yo debía convertirme en algo más que su sombra.

Tenía que convertirme en mi propia llama.

La reunión siguió un rato más, con voces a favor y en contra, pero yo ya no escuchaba. Porque en mi pecho ya no solo ardía rabia. Ardía fuego. De ese que no consume, sino que transforma.

Cuando la manada comenzó a dispersarse, Bryn se me acercó. Su andar era lento, pero firme. No me habló de inmediato. Me estudió. Y por primera vez en mucho tiempo, vi respeto en su mirada.

—Te pareces a ella —murmuró—. Pero tienes más furia. Eso puede salvarte… o destruirte.

Lo miré, sin parpadear.

—Prefiero arder de pie… que marchitarme de rodillas.

Él asintió. Como si en esa frase hubiera encontrado una verdad que también lo dolía.

—Solo recuerda esto, Luna: en los juegos del poder, los peones no sobreviven. Pero a veces, la reina… puede volverse reina no por corona, sino por el rugido.

Lo observé alejarse en silencio, sus palabras grabándose en mí como una marca invisible.

Y supe que estaba en lo cierto.

Yo no iba a ser la pieza sacrificada de nadie.

Ni de ellos.

Ni de él.

El aire estaba impregnado de humo y decisiones no dichas. La mayoría de los lobos ya se habían dispersado entre los árboles, como si la tierra misma necesitara tragarse todo lo que se había dicho esta noche. Pero yo me quedé frente al fuego. No por dramatismo, aunque habría sido una escena digna de una tragedia griega, sino porque mi cuerpo se negaba a moverse. Como si, si me alejaba, todo el coraje que había reunido se evaporara con las cenizas.

Unas ramas crujieron a mi izquierda.

—Has hecho temblar a media manada —dijo una voz que conocía demasiado bien.

Me giré lentamente. Era Kael, uno de los del círculo de confianza de Aiden. Alto, de mirada sigilosa, y con ese tipo de voz que siempre parecía esconder algo más. Nunca había sido mi favorito, pero tampoco era un enemigo. Hasta ahora.

—No era mi intención temblarlos —contesté, volviendo la vista al fuego—. Solo recordarles que aún somos una manada. No una extensión de otra.

Él se acercó un poco, aunque mantuvo una distancia prudente. Sabía que estaba evaluándome. Todos lo hacían desde que mi vínculo con Aiden se volvió una incógnita. Ya no era solo “la marcada por el Alfa”. Ahora era un enigma. Y los enigmas, en manadas, son peligrosos.

—Hablas como si él ya no nos perteneciera —murmuró—. Como si su decisión fuera traición.

—¿Y no lo es?

Mi respuesta salió más filosa de lo que pretendía, pero no la retiré. Porque lo sentía así. Aunque mis sentimientos por Aiden fueran un mar en tormenta, una cosa era segura: la lealtad debía ser recíproca.

—Luna, sabes que esto va más allá de ustedes dos. El Clan del Valle tiene influencia, recursos. Si se convierten en aliados, podríamos evitar una guerra. O ganar una, si llega el momento.

Me reí, amarga.

—¿Y en ese juego, qué soy yo? ¿Una distracción? ¿Un estorbo que deben barrer bajo la alfombra para que la nueva prometida no se incomode?

Kael suspiró, cruzándose de brazos. Parecía más cansado que otra cosa.

—Eres muchas cosas, Luna. Justamente ese es el problema. No saben dónde colocarte.

—Entonces tendrán que acostumbrarse a que no voy a quedarme quieta para que me acomoden donde les convenga.

Él no respondió, pero vi en su rostro algo parecido a… respeto. Tal vez una chispa. Como si mis palabras hubieran encendido algo en él también. O tal vez solo estaba impresionado de que no me quebrara. Qué ironía. No sabían que ya estaba rota. Solo que había aprendido a sostener mis pedazos con garras.

Me alejé del círculo del fuego sin mirar atrás. Sentía el pulso latiéndome en los oídos. Cada paso era una declaración: no voy a retroceder.

Cuando llegué a mi cabaña, el silencio me abrazó. No era reconfortante. Era el tipo de silencio que tiene filo, que te obliga a escuchar todo lo que quieres ignorar.

Me miré en el espejo. A veces, me costaba reconocerme. La Luna que llegó a esta tierra, huyendo, rota, temerosa… ya no estaba. Ahora había una versión de mí con los ojos más oscuros, la boca más firme, y un fuego bajo la piel que nadie iba a apagar.

Caminé hasta la pequeña repisa donde aún guardaba el relicario de mi madre. Era de plata vieja, decorado con una piedra color sangre en el centro. Lo abrí con cuidado. Dentro, un mechón de su cabello y una frase grabada: “Recuerda quién eres cuando todos lo olviden.”

Lo cerré. Apoyé la frente en el borde frío. Inspiré.

No era solo una loba más. No era una sombra de Aiden.

Era Luna.

Y aunque mi corazón estuviera hecho trizas, mi espíritu seguía de pie.

Unos golpes suaves en la puerta me hicieron girar.

—¿Luna?

La voz era ronca, masculina. Y no pertenecía a Aiden. Era Eldric, el más anciano del consejo interno. Había luchado junto a mi madre, antes de que todo se fuera al infierno.

Abrí. El anciano estaba allí, apoyado en su bastón de madera oscura, con ojos que aún no habían perdido su brillo.

—¿Puedo?

Asentí y le hice un gesto para que pasara.

—No esperaba visitas —dije con una sonrisa leve—. Aunque, considerando la noche, debería haberlo supuesto.

Él se sentó con lentitud, como si cada movimiento llevara décadas.

—Te vi esta noche —dijo—. Y vi a tu madre en ti. Pero también algo más.

Me senté frente a él, con las piernas cruzadas.

—¿Algo bueno o algo que debería preocuparme?

—Ambas cosas. El fuego que tienes te protegerá. Pero también puede consumir todo si no lo controlas.

No dije nada. Ya había escuchado demasiadas advertencias esa noche. Pero su mirada me retuvo.

—Tu madre amó profundamente. Y por ese amor, cometió errores. Confió en quienes no debía. Y tú estás en una encrucijada similar.

Fruncí el ceño.

—¿Te refieres a Aiden?

—Me refiero a todos los que juegan este juego. Incluyéndote. Hay algo que debes saber.

Su voz bajó un tono. Lo suficiente para ponerme en alerta.

—La alianza no solo es política. Hay una profecía, Luna. Antigua. Habla de una loba marcada por la sangre y la luna. Una que traería equilibrio… o destrucción.

Me quedé en silencio. Mi corazón dio un vuelco extraño.

—¿Qué tiene eso que ver conmigo?

—Mucho. Demasiado. —Se inclinó hacia mí—. Algunos creen que eres tú. Otros… quieren asegurarse de que no llegues a serlo.

Una corriente helada recorrió mi espalda.

—¿Y tú qué crees?

Él sonrió con tristeza.

—Creo que el fuego ya ha comenzado. Y que solo tú puedes decidir si lo usas para iluminar… o para quemarlo todo.

Me levanté lentamente. Las palabras aún girando en mi mente como un remolino sin forma. Profecías. Fuego. Elecciones. Todo se sentía demasiado… grande. Demasiado pronto.

Pero una cosa era segura.

—No voy a ser la pieza sacrificada de nadie. Ni de ellos, ni de él.

Y esa vez, no lo dije para convencer a los demás.

Lo dije para recordármelo a mí misma.

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