El salón del consejo olía a incienso viejo y madera húmeda. Siempre que cruzaba sus puertas, algo dentro de mí se tensaba. No era miedo. Era memoria. Dolor heredado. Ese tipo de dolor que se acumula en los huesos como la humedad, sin que una se dé cuenta hasta que ya es demasiado tarde.
Pero hoy no era una visita de cortesía ni de obediencia. Era una necesidad. Tenía que entender por qué Aiden se había ido… y a qué clase de infierno político se enfrentaba en nombre de una paz frágil y podrida desde sus cimientos.
Me senté en una de las sillas circulares, las que daban a la mesa central, mientras los ancianos discutían algo sobre el “territorio del este” y “la posibilidad de una tregua con los Vorzak”. Palabras que antes me habrían sonado ajenas. Hoy no. Hoy cada término era una llave que podía abrirme la puerta hacia él… o cerrármela para siempre.
—¿Qué sabes del compromiso político de Aiden? —pregunté, con una firmeza que ni yo misma sabía que tenía.
Uno de los ancianos, el de barba trenzada hasta el pecho, alzó una ceja sin molestarse en ocultar su fastidio.
—No es asunto tuyo, Luna —espetó—. Él lo eligió. Como líder. Como alfa.
Lo que sentí no fue rabia, fue fuego. En el estómago. En la lengua. En el pecho.
—Él puede haberlo elegido como alfa. Pero yo no lo amo por su título. Lo amo por quien es. Y eso lo hace asunto mío.
Los murmullos estallaron como una granada silenciosa. No sabían qué hacer con una mujer que hablaba así, que no se agachaba, que no temblaba. Pero no estaba allí para que me aprobaran. Estaba para arrancar las verdades, incluso si dolían más que su ausencia.
Esa noche, me colé en los archivos del consejo. No era la primera vez que quebraba reglas. Solo que esta vez lo hacía por algo más que rebeldía. Lo hacía por supervivencia.
Las estanterías olían a moho, y el polvo danzaba en el aire como testigo de siglos de secretos. Busqué, leí, husmeé. Hasta que lo encontré.
Un tratado. Viejo. Sellado con los emblemas de tres clanes: el nuestro, los Vorzak y los Orlen. Un pacto de sangre y silencio. Lo abrí con manos temblorosas.
“En caso de amenaza a la hegemonía del Consejo Central, se permitirá una unión simbólica entre clanes mediante compromiso político entre alfas.”
“Símbolo de unidad”, lo llamaban. Pero era otra forma elegante de decir matrimonio estratégico.
Aiden no solo se marchó. Lo estaban forzando a unirse con la hija del líder Vorzak. Una serpiente con sonrisa de terciopelo, si mis recuerdos no me engañaban. Alguien a quien ya había visto en una cumbre, con mirada de hielo y voz de veneno.
Me apoyé contra la pared, sintiendo que las piernas me fallaban.
“¿Así es como terminamos?”, pensé. “¿Con alianzas y firmas mientras yo aquí, rompiéndome en pedazos?”
—No deberías estar aquí —dijo una voz masculina, grave y cortante, desde la penumbra.
Me giré bruscamente. Un hombre joven, alto, con un tatuaje tribal en el cuello, me observaba desde la sombra.
—¿Y tú quién eres para decirlo? —espeté.
—Soy el emisario del clan Vorzak. Y tú... eres solo un obstáculo en esta alianza.
No lo dijo con ira. Lo dijo con asco. Como si yo fuera una mota de suciedad en su túnica de lino impecable.
—Ah, claro —reí con sarcasmo—. Otro hombre temblando ante la posibilidad de que una mujer no se quede sentada y callada.
Sus ojos, oscuros y vacíos, me estudiaron con la precisión de quien está acostumbrado a encontrar debilidades. Pero no las encontraría en mí. No más.
—Tu linaje es una mezcla —añadió, cruzando los brazos—. Sangre enemiga corre por tus venas. No deberías siquiera estar en esta manada. Menos aún, cerca del alfa.
Lo supe entonces: él lo sabía. Sabía que mi madre era del clan enemigo. Que mi existencia era una cicatriz abierta en esta guerra vieja.
Me acerqué un paso. Luego otro. Y otro. Hasta quedar tan cerca que si exhalaba, lo rozaría.
—Y, sin embargo, aquí estoy. Viva. En pie. En el corazón de su manada. ¿Quieres saber por qué?
No esperó respuesta. Y yo no se la di.
—Porque no soy la chica débil que creen. Soy la tormenta que despertaron.
Salí sin mirarlo de nuevo, con la cabeza alta, las manos ardiendo, el corazón como un tambor de guerra.
Sabía que no podía detener lo que Aiden enfrentaba. Pero podía prepararme. Para lo que vendría. Para el caos. Para la lucha.
Y para volver a mirarlo a los ojos… sin rendirme primero.
Salí del archivo con el corazón golpeando como un tambor dentro del pecho, y el eco de mis propias palabras retumbando en mi cabeza.
"No soy la chica débil que creen. Soy la tormenta que despertaron."
¿Lo era? ¿Realmente? Porque aunque lo había dicho con la mandíbula firme y el alma incendiada, por dentro me temblaban hasta las pestañas. El mundo en el que me había metido no era un cuento de hadas con lobos sexys. Era un tablero de ajedrez sangriento, donde cada pieza tenía garras y secretos.
Y yo apenas comenzaba a jugar.
Volví a mis habitaciones, o lo que quedaba de ellas desde que Aiden se había ido. Todo seguía oliendo a él. La almohada, el aire. Incluso el silencio. Me recosté sobre la cama, mirando el techo con los ojos secos pero el alma empapada. No quería llorar. No otra vez. Las lágrimas ya no alcanzaban. Ahora necesitaba algo más que dolor. Necesitaba estrategia.
Tomé el cuaderno donde solía escribir pensamientos sueltos —garabatos de una loba con el corazón roto— y esta vez lo abrí con otra intención.
Plan A: encontrar una forma de asistir al próximo consejo de alianzas.
Plan B: descubrir quién en mi propio clan estaba impulsando la unión con los Vorzak.
Plan C: sobrevivir lo suficiente como para mirar a Aiden a los ojos y decirle que no pienso soltarlo.
Toqué con los dedos la hoja de papel. Mis uñas estaban descuidadas, como yo. Pero mis ideas… mis ideas empezaban a brillar.
A la mañana siguiente, lo hice. Me presenté ante los líderes intermedios de la manada. Los que siempre estaban presentes, pero a los que nadie realmente escuchaba. Los betas con poder discreto.
—Quiero participar en la próxima asamblea —dije, sin rodeos.
Uno de ellos, un hombre mayor con barba gris y ojos apagados, alzó una ceja.
—¿Y por qué habríamos de permitirlo?
Me encogí de hombros.
—Porque ya no soy solo una Omega. Porque estoy cansada de ser una pieza decorativa en esta guerra de poder. Y porque soy la única que conoce realmente a Aiden. Sé cómo piensa, qué lo haría retroceder… o avanzar.
Silencio. Unos se miraron entre sí. Otros se limitaron a gruñir por lo bajo. Pero la semilla ya estaba plantada. Y sabía que algunos de ellos, aunque no lo admitieran, también desconfiaban del pacto con los Vorzak.
Esa noche, soñé con Aiden. Estaba de pie frente a mí, cubierto de sangre. Pero no era suya. Sus ojos, esos malditos ojos que me desarmaban, me miraban como si yo fuera lo único que quedaba en su mundo.
—No me dejes solo en esto —me decía, apenas un susurro—. No ahora.
Me desperté jadeando, el sudor pegado a mi espalda como un manto. Y algo dentro de mí lo supo con certeza:
Tenía que llegar hasta él.
Pero antes, tenía que resistir el asedio de lo que estaba por venir.
Pasaron dos días.
Dos malditos días en los que el clima se volvió más espeso, los susurros más venenosos, y mi paciencia más fina que el filo de un cuchillo. Hasta que llegó él.
El emisario Vorzak.
De nuevo.
Pero esta vez no en las sombras. Esta vez, de frente. Con un aire de autoridad que casi me da risa si no fuera tan peligroso.
—Luna —dijo, deteniéndose frente a mí en el jardín central de la manada—. El Consejo ha decidido que debes ser interrogada oficialmente. Tus acciones están causando… perturbaciones innecesarias.
Lo miré con una sonrisa torcida.
—¿Perturbaciones? Qué palabra tan elegante para decir molestia.
Él no respondió. Solo sacó un pergamino enrollado. Lo leí por encima. Nada que no esperara: “intromisión indebida”, “acciones fuera de rango”, “sospechas sobre tu lealtad”.
Ah, lo usual.
—¿Y qué van a hacer? —pregunté, alzando el rostro—. ¿Atarme a una piedra y esperar que me transforme en serpiente?
—Solo queremos confirmar que no planeas sabotear la unión —respondió con voz de piedra—. Tu… cercanía con el alfa puede nublar tu juicio.
Me reí. No una risita dulce, no. Una risa rota, afilada, nacida del cansancio y de la furia.
—Mi juicio está más claro que nunca, emisario. Lo que me nubla es este circo disfrazado de diplomacia.
Él dio un paso hacia mí, sus ojos estrechos. Pude ver el destello de amenaza bajo su tono.
—No olvides de dónde vienes, Luna. Tu madre era una traidora. Y tú… tú podrías repetir su historia.
Ahí me congelé.
Porque si bien sabía que ese rumor existía, que siempre estuvo flotando como un veneno mudo, nadie lo había dicho tan de frente. Nadie me lo había escupido con tanto desprecio.
Y algo dentro de mí se rompió. No de tristeza. No de vergüenza. De rabia.
—Mi madre fue más leal que muchos que se esconden detrás de esos estandartes llenos de polvo —murmuré con los dientes apretados—. Y si creen que yo me voy a callar y a sonreír mientras venden a mi compañero como carne política, están más perdidos de lo que imaginé.
Él se acercó tanto que pude oler su perfume caro. Almizcle y arrogancia.
—No eres nada, Luna. Una Omega marcada por el escándalo. No durarías ni un día entre verdaderos alfas.
—¿Y tú crees que un verdadero alfa necesita esconderse detrás de amenazas a una mujer sola? —disparé, sin apartar la mirada—. Pobre de ti si eso es lo mejor que tu clan puede ofrecer.
El silencio se hizo espeso. Y luego, sin decir más, él se giró y se fue.
Pero yo… yo me quedé allí, de pie, sintiendo algo arder en mi pecho. Era más que furia. Más que dolor.
Era poder.
Una fuerza antigua que se removía dentro de mí, como si toda la historia de mi sangre —la limpia y la sucia— despertara al fin.
Me llevé una mano al pecho. Mi corazón latía como un tambor de guerra. Y por primera vez, supe que no iba a dejar que me apartaran. Ni por traiciones, ni por linajes.
Iba a entrar en ese juego.
Y pensaba ganarlo.
Porque ya no era la chica rota que miraba el cielo preguntándose si él volvería.
No.
Era la mujer que haría temblar ese cielo si se atrevía a arrebatarme lo que era mío.