23

El salón del consejo olía a incienso viejo y madera húmeda. Siempre que cruzaba sus puertas, algo dentro de mí se tensaba. No era miedo. Era memoria. Dolor heredado. Ese tipo de dolor que se acumula en los huesos como la humedad, sin que una se dé cuenta hasta que ya es demasiado tarde.

Pero hoy no era una visita de cortesía ni de obediencia. Era una necesidad. Tenía que entender por qué Aiden se había ido… y a qué clase de infierno político se enfrentaba en nombre de una paz frágil y podrida desde sus cimientos.

Me senté en una de las sillas circulares, las que daban a la mesa central, mientras los ancianos discutían algo sobre el “territorio del este” y “la posibilidad de una tregua con los Vorzak”. Palabras que antes me habrían sonado ajenas. Hoy no. Hoy cada término era una llave que podía abrirme la puerta hacia él… o cerrármela para siempre.

—¿Qué sabes del compromiso político de Aiden? —pregunté, con una firmeza que ni yo misma sabía que tenía.

Uno de los ancianos, el de barba
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