21

Desde que Aiden empezó a alejarse, sentí que me iba quedando en el borde de un precipicio sin que nadie me tendiera la mano. Él se volvió un fantasma que habitaba la misma casa, pero cuyos ojos me evitaban como si tocarme fuera un pecado. No hacía falta que me dijera nada, porque su distancia gritaba más fuerte que cualquier palabra: se estaba yendo. Y lo peor era que no me decía a dónde ni por qué.

Cada noche, mientras él desaparecía en la penumbra, mi mente era un torbellino de preguntas y ansiedad. No podía soportar la incertidumbre, ese vacío que crecía dentro de mí como un animal hambriento.

Una tarde, decidí seguirlo. Mi corazón latía con una mezcla de miedo y esperanza, como si al descubrir la verdad pudiera evitar que se escapara de mi vida para siempre.

Lo vi internarse en el bosque, su silueta recortada contra el sol poniente. Caminaba con la determinación de alguien que ya había tomado una decisión que lo destrozaba por dentro, pero que no podía evitar. Me escondí detrás de un árbol, tratando de no hacer ruido, observando cómo sacaba un pergamino y comenzaba a estudiar mapas y notas.

—¿Entonces es cierto? —susurré para mí misma, sintiendo cómo un nudo se apretaba en mi garganta.

Aiden estaba preparando su partida para negociar su compromiso político con otro clan. Sin decirme nada.

El dolor me atravesó como un puñal frío. ¿Cómo podía planear marcharse sin siquiera contarme? ¿No le importaba lo que sentía? ¿O ya no le importaba yo?

No aguanté más. Me levanté de mi escondite y lo llamé con la voz quebrada.

—Aiden.

Se giró, sorprendido y al mismo tiempo aliviado de verme. Pero sus ojos no tenían la calidez que yo necesitaba, sino un cansancio que dolía.

—¿Por qué no me lo dijiste? —pregunté, tratando de mantener la voz firme aunque el temblor me traicionaba—. ¿Por qué todo esto en secreto?

Él evitó mi mirada, y por primera vez sentí su verdadera batalla interna, la guerra entre el deber y lo que sentía por mí.

—No quería lastimarte —dijo con voz grave—. Esto es política, Luna. Algo que debo hacer por el clan. No puedo fallarles.

La rabia explotó dentro de mí.

—¿Y qué hay de mí? ¿No te importo lo suficiente para confiar en mí? ¿Para luchar por esto?

Sus labios se apretaron y, por un segundo, vi en sus ojos un destello de culpa y tristeza.

—No es así.

—Entonces ¿qué es? —le grité, sintiendo que todo el dolor reprimido salía a borbotones—. ¿Por qué me alejas? ¿Por qué me haces sentir que no valgo nada?

Él se acercó, la distancia entre nosotros se volvió un campo minado de emociones. La furia, el amor, el miedo y la desesperación nos envolvían.

—Porque tengo miedo, Luna —confesó, la voz quebrándose—. Miedo de perderte, de hacerte daño, y de no ser suficiente.

No pude contener las lágrimas. La impotencia me hizo actuar impulsivamente y le di un puñetazo en el pecho. El sonido del golpe resonó en el silencio del bosque.

Aiden me atrapó entre sus brazos con fuerza, sin dejar que me cayera.

—No quiero perderte —susurró, rozando mi piel con los dedos.

Pero esta vez no hubo beso, no hubo reconciliación. Solo la tensión latente entre nosotros, como una promesa rota que todavía no sabe cómo sanar.

—Si te vas... —le dije, mirando sus ojos intensos— no vuelvas solo por deber. Vuelve por mí.

El aire quedó suspendido, pesado y eléctrico, mientras nos mirábamos, conscientes de que estábamos en el límite del querer y que cruzarlo o no decidiría nuestro destino.

El eco de mis palabras quedó flotando entre los árboles, resonando en un espacio que parecía haberse detenido solo para nosotros dos. "Vuelve por mí". Esa frase tenía un peso que no solo salía de mi boca, sino que pesaba en mi pecho, latiendo con una urgencia que ni siquiera yo sabía explicar del todo. Porque Aiden, a pesar de todo, había comenzado a ser más que un nombre, un título o un deber. Era la grieta en mi armadura. El riesgo que estaba dispuesta a correr aunque me doliera.

Sentí cómo su respiración se volvió más profunda, cómo sus ojos se humedecían en la penumbra del bosque, y aunque no habló, su silencio me dijo más que cualquier palabra.

—¿Y qué pasa si no vuelves? —le pregunté, mi voz apenas un susurro cargado de miedo—. ¿Qué haré yo entonces?

Su mirada se clavó en mí con una intensidad que me hizo temblar.

—Entonces te buscaré —dijo al fin, como si lo confesara para convencerme a mí, pero también para recordárselo a él mismo.

Un escalofrío me recorrió la columna. Esa promesa no era una simple frase de consuelo, era un compromiso que quemaba en sus entrañas, un juramento sin firmas ni testigos, pero más poderoso que cualquier contrato.

Nos quedamos así, atrapados en la quietud del bosque, el ruido de la noche filtrándose entre las hojas, mientras mis pensamientos corrían en mil direcciones.

¿Por qué era tan difícil para él quedarse? ¿Por qué el destino parecía empeñado en separarnos? Y, sobre todo, ¿por qué cada roce, cada palabra, dolía tanto como para hacerme dudar si el deseo que sentía era una bendición o una condena?

El frío comenzó a calar en mi piel, y la neblina empezó a deslizarse por el suelo, pero ninguno de los dos hizo el más mínimo movimiento para romper la distancia que aún nos separaba.

—Aiden —dije con voz temblorosa—. No sé cuánto tiempo más podré aguantar esta incertidumbre.

Él dio un paso hacia mí, pero no me tocó. Sus dedos rozaron apenas mi mejilla, como tanteando un terreno delicado.

—No quiero que aguantes —susurró—. Quiero que me elijas.

La simple idea me arrancó una sonrisa amarga. Elegirlo era como elegir entre el fuego y el hielo, entre la libertad y la cadena, entre el amor y el deber.

—¿Y si elegirte significa perderme a mí misma? —le pregunté, mirando el brillo de su alma en sus ojos oscuros—. ¿Y si no soy suficiente?

Él negó con la cabeza, más con el corazón que con la mente.

—Eres todo lo que quiero —dijo, con una voz que me hizo temblar hasta el alma—. Pero hay cosas que no dependen de mí. Cosas que nos arrastran sin pedir permiso.

Sentí que las lágrimas me quemaban, y esta vez no las reprimí. Dejé que rodaran libres por mis mejillas, mezclándose con el aire frío de la noche.

—Entonces, ¿qué hacemos? —pregunté, buscando una respuesta en la profundidad de su ser.

Su mano se cerró alrededor de la mía con una fuerza desesperada.

—Luchamos —dijo con una determinación feroz—. Aunque duela, aunque nos lastime, aunque nos separe el mundo entero.

El temblor en su voz era un reflejo del mío. Porque, en el fondo, sabíamos que la lucha apenas comenzaba. Que los días venideros estarían llenos de decisiones imposibles y sacrificios que nos marcarían para siempre.

Sin embargo, en ese momento, envueltos en la oscuridad del bosque, con el corazón latiendo a mil, sentí que por primera vez éramos dos almas dispuestas a enfrentarlo todo.

Nos quedamos allí, en el límite entre el querer y el miedo, sabiendo que cada instante era un desafío y que el mañana podía ser el último día que compartiéramos.

Y aunque no nos besamos, aunque no nos tocamos más que con la promesa de nuestras miradas y la electricidad que se colaba en el aire, supe que algo había cambiado.

Porque a veces, el amor no necesita caricias para quemar.

Y a veces, el deseo no necesita palabras para doler.

Me separé de él lentamente, dejando que la distancia regresara, pero con el corazón encendido y la certeza de que, pase lo que pase, no iba a dejar que se fuera sin luchar.

—No te prometo que será fácil —le dije en un susurro—. Pero sí que no te soltaré.

Aiden asintió, con una mezcla de alivio y tormento.

—Entonces no me dejes caer —respondió.

Nos miramos una última vez antes de que cada uno tomara un camino distinto en el bosque, dejando atrás no solo las sombras de la noche, sino también las dudas que nos habían separado.

Porque, aunque estábamos al límite del querer, ese límite era el único lugar donde podíamos encontrarnos de verdad.

Y en ese encuentro, el amor y el dolor se mezclaban, creando una llama que ni el tiempo podría apagar.

Poco a poco, me alejé entre los árboles, sintiendo que aunque el vacío seguía ahí, ya no me consumía por completo.

Había algo en mí que ardía con fuerza nueva: la certeza de que, a pesar de todo, yo quería luchar por Aiden.

Porque amarlo no era una opción.

Era una necesidad.

Y aunque el camino fuera incierto, aunque nos esperaran tormentas, estaba dispuesta a cruzarlas todas.

Con el puño aún palpitando del golpe, y el alma latiendo desbocada, supe que esta era la batalla más importante de mi vida.

Y que no la iba a perder.

Me adentré en la oscuridad del bosque, dejando que la brisa fría acariciara mi piel húmeda por las lágrimas, mientras mis pensamientos se arremolinaban con más fuerza que nunca. El puño que golpeó su pecho aún latía, no por el dolor físico, sino por el torbellino de emociones que me invadía.

¿Cómo podía ser que una sola persona tuviera el poder de desarmarme así, de hacer que todo lo que creía sólido se tambaleara? Aiden no solo era mi tormenta, también mi calma en medio del caos.

El sendero estaba cubierto de hojas secas, crujientes bajo mis pasos. Cada sonido parecía amplificarse, como si el bosque mismo fuera testigo de esta guerra silenciosa que libraba en mi interior.

—¿Por qué el querer duele tanto? —me pregunté en voz baja, con la mirada perdida entre las sombras.

Recordé sus ojos, tan oscuros, tan intensos, y cómo en ellos se escondía un universo que apenas empezaba a descubrir. No era solo deseo lo que nos unía, era algo más profundo, algo que incendiaba la piel y hacía temblar el alma.

Mientras caminaba, las palabras de Aiden resonaban en mi cabeza: "Luchamos, aunque duela". Esa promesa me sostuvo, como un ancla en medio de la tormenta.

Pero también estaba el miedo. El miedo de que esta lucha no fuera suficiente, de que las fuerzas que nos separaban fueran demasiado poderosas.

De repente, sentí un movimiento a mi lado. Mi corazón dio un vuelco y giré con rapidez, encontrándome con Aiden, que había vuelto sobre sus pasos.

—No podía dejarte sola —dijo con voz ronca, esa voz que me derretía y aterraba al mismo tiempo.

Su proximidad hizo que el aire entre nosotros se calentara, como si el bosque se envolviera en un fuego invisible.

Me quedé paralizada, incapaz de apartar la mirada de sus labios que parecían pedir a gritos ser besados. Pero esta vez, algo diferente flotaba en el aire. No era solo deseo, era algo más intenso, una mezcla de necesidad, miedo y esperanza.

—Luna —murmuró, acercando una mano para apartar un mechón de mi cabello que caía sobre mi rostro—. No puedo prometerte un camino fácil, pero sí que estaré contigo en cada paso.

Un escalofrío recorrió mi espalda al sentir el roce de su piel contra la mía, tan suave y a la vez tan electrizante.

—¿Y si me pierdo en el intento? —le pregunté, con la voz quebrada por la incertidumbre.

Él me sostuvo la mirada, firme y decidido.

—Entonces me perderé contigo —respondió, y esa frase fue como un latido sincronizado entre nuestros corazones.

Nos quedamos así, suspendidos en el tiempo, el mundo reduciéndose a la estrecha distancia que nos separaba.

Sentí que mis manos buscaban las suyas, que mi cuerpo deseaba fundirse con el suyo, pero aún había un muro invisible, una línea que ninguno de los dos se atrevía a cruzar.

—No hoy —susurré, y vi cómo sus ojos se oscurecieron con la frustración contenida.

Pero también con respeto.

—No hoy —repitió, inclinándose solo un poco más, lo suficiente para que el calor de su aliento me rozara.

Y entonces, sin más palabras, se apartó suavemente, dejando que la distancia volviera, pero dejando también una promesa en el aire: esta batalla no estaba perdida.

Mientras él se alejaba nuevamente entre los árboles, me quedé allí, con el corazón palpitando al límite, sabiendo que estábamos jugando con fuego.

Pero que, por primera vez, ese fuego podía quemar sin destruir.

Me apoyé contra un tronco, cerrando los ojos, dejando que la noche me envolviera, mientras mi mente repetía una y otra vez las palabras que había dicho:

"Si te vas… no vuelvas solo por deber. Vuelve por mí."

Porque en ese simple deseo, en esa pequeña esperanza, estaba toda mi fuerza.

Y estaba dispuesta a pelear hasta el final para que él entendiera que el amor no es una cadena, sino la única libertad verdadera.

El eco de sus palabras me perseguía mientras avanzaba entre los árboles, con el corazón latiendo a un ritmo frenético que no podía controlar. “Si te vas… no vuelvas solo por deber. Vuelve por mí.” Esa frase era como un disparo directo al centro de todo lo que sentía y temía.

Nunca había sido bueno en esto. En amar sin reservas, en mostrar vulnerabilidad. Mi vida siempre había girado en torno a alianzas, deberes y responsabilidades. Pero Luna... Luna era diferente. Ella despertaba en mí emociones que creía enterradas para siempre.

Sus ojos, llenos de fuego y lágrimas, se me clavaban en el alma. Esa mezcla de furia, dolor y esperanza era un reflejo de lo que sentía. Y en ese momento comprendí que mi distancia, mi frialdad, no la protegían ni a ella ni a mí. Solo alimentaban un abismo que podría tragarnos.

Quise volver, envolverla en mis brazos, decirle que no estaba dispuesto a perderla. Pero algo me detenía. El miedo. El miedo a no ser suficiente, a que las sombras de mi mundo se llevaran todo lo que queríamos construir.

Sentí la brisa nocturna como un susurro frío en la nuca, recordándome que la lucha apenas comenzaba. Pero también que no estaba solo. Que Luna estaba allí, con una fuerza que desafiaba mis propios límites.

Cerré los ojos un instante, dejando que la oscuridad me envolviera, y juré que volvería. No por obligación, no por deber. Sino porque ella era mi elección. Mi destino.

Porque, a pesar de todo, en ese límite del querer, encontré la única verdad que realmente importaba: quería quedarme. Con ella. Con nosotros.

Quedé de pie en el claro del bosque, el puño aún apoyado en su pecho y el eco de nuestra discusión vibrando en mi garganta. La humedad de la noche hacía que mi piel se erizara, pero no era frío lo que sentía, sino un fuego interno, esa mezcla amarga de frustración y deseo que Aiden había encendido en mí desde el principio.

Lo miré, su cuerpo firme contra el mío, sin soltarse, como si no quisiera permitirme irme, pero tampoco atreverse a acercarse más. Su pecho subía y bajaba con respiraciones profundas, el pecho contra el que había golpeado apenas unos segundos antes. Pude sentir el latido acelerado de su corazón, fuerte, sincero, quizás más que nunca.

No nos dijimos nada más. No hacían falta palabras cuando el silencio entre nosotros estaba lleno de tensión. Ni siquiera un beso. No esta vez. Había demasiadas cosas sin resolver, demasiados muros que aún nos separaban, y sin embargo, la distancia se sentía más pequeña que nunca.

Sentí que mi cuerpo temblaba, pero no de frío, sino de un anhelo contenido, de una tormenta que parecía querer desatarse, aunque no sabía si estábamos preparados para ello. Quizás era mejor así: un espacio para pensar, para entender lo que realmente queríamos, para decidir si éramos capaces de cruzar ese límite.

Entonces, sin apartarme, susurré para mí misma, casi como un mantra para mantenerme firme:

—Si te vas… vuelve por mí. No por obligación. Por mí.

No importaba el futuro incierto, ni las alianzas políticas que lo ataban, ni los peligros que acechaban. En ese momento, bajo el manto oscuro del bosque, entendí que el deseo, ese fuego ardiente, era más fuerte que cualquier decreto.

Y supe que no iba a dejar que se fuera sin luchar.

El peso de mis palabras flotó entre nosotros como una promesa no dicha, una súplica escondida tras un desafío. Aiden no respondió, pero sus ojos —intensos, oscuros, tan profundos como el bosque que nos rodeaba— me dijeron más que cualquier discurso.

Sentí su mano rozar mi mejilla, una caricia leve que, sin embargo, me atravesó hasta los huesos. Me quedé congelada, cada músculo al borde de ceder. Quería lanzarme a él, hundirme en ese contacto, perderme en su presencia. Pero sabía que aún no era el momento.

La noche parecía escucharnos, el silencio del bosque amplificaba nuestro conflicto, y en ese aire denso de emociones contenidas, la realidad mordía con fuerza: Aiden debía partir, pero yo no estaba dispuesta a quedarme esperando a medias.

Sin separarnos, giré el rostro hacia su mano y la tomé entre las mías, apretándola con determinación.

—No quiero un “quizás” —le dije, la voz firme pero temblorosa—. Si vuelves, que sea por lo que sientes, no porque el deber te lo ordene.

Él asintió, apenas perceptible, y me acercó un poco más, lo justo para sentir su aliento mezclado con el mío, para rozar su piel sin tocarla del todo.

—Luna —murmuró, y su voz, rota por la sinceridad, me retumbó dentro—. No te prometo nada que no pueda cumplir. Pero créeme cuando te digo que eres lo que quiero... y eso es mucho más que un deber.

El tiempo pareció detenerse, suspendido en esa frágil intimidad, antes de que él se apartara con un suspiro, la distancia volviendo a imponerse entre nosotros.

Me quedé sola en el claro, con el corazón latiendo con furia y la certeza de que ese momento era solo el principio de una batalla más profunda. No una guerra de armas, sino de sentimientos que se negaban a ser domados.

Caminé hacia la oscuridad del bosque, sintiendo la brisa fría acariciar mi piel, mezclándose con el calor que Aiden había dejado en mí.

Si se iba, lo haría con la promesa que le había dado, y con la esperanza —o tal vez la locura— de que regresara no por alianzas ni obligaciones, sino por el deseo verdadero.

Y mientras me perdía entre los árboles, repetí para mí, firme como una plegaria:

—Si te vas… vuelve por mí.

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