Desde que Aiden empezó a alejarse, sentí que me iba quedando en el borde de un precipicio sin que nadie me tendiera la mano. Él se volvió un fantasma que habitaba la misma casa, pero cuyos ojos me evitaban como si tocarme fuera un pecado. No hacía falta que me dijera nada, porque su distancia gritaba más fuerte que cualquier palabra: se estaba yendo. Y lo peor era que no me decía a dónde ni por qué.
Cada noche, mientras él desaparecía en la penumbra, mi mente era un torbellino de preguntas y ansiedad. No podía soportar la incertidumbre, ese vacío que crecía dentro de mí como un animal hambriento.
Una tarde, decidí seguirlo. Mi corazón latía con una mezcla de miedo y esperanza, como si al descubrir la verdad pudiera evitar que se escapara de mi vida para siempre.
Lo vi internarse en el bosque, su silueta recortada contra el sol poniente. Caminaba con la determinación de alguien que ya había tomado una decisión que lo destrozaba por dentro, pero que no podía evitar. Me escondí detrás de