22

El silencio se había vuelto un huésped pesado en cada rincón de la manada, como una sombra que se arrastraba con frío y dolor. Aiden ya no estaba. La puerta se cerró detrás de él, llevándose consigo algo más que su cuerpo: se llevó la luz de mis días, la música de mis noches, el calor que me mantenía cuerda. Ahora, el aire parecía más denso, y cada suspiro, cada paso, llevaba la marca de su ausencia.

Me levanté de la cama con dificultad, sintiendo el vacío que se extendía como un río oscuro dentro de mí. Miré a mi alrededor, cada objeto, cada rincón me recordaba a él, a lo que teníamos, a lo que habíamos sido. La manada susurraba su nombre, como una plegaria o un lamento. Sentía sus miradas sobre mí, mezcladas con la preocupación y el temor, pero no había respuestas. Solo ecos.

El recuerdo de sus últimas palabras era una daga clavada en mi pecho.

—Si me voy, no vuelvas solo por deber. Vuelve por mí —había dicho Aiden, con esa voz firme pero temblorosa, un susurro que aún resonaba en mi mente, como una promesa rota y un desafío al mismo tiempo.

Mis miedos comenzaron a salir de su escondite, arrastrándose como serpientes por mis venas.

—¿Y si se iba y no volvía? ¿Si este adiós era definitivo? ¿Si lo que sentíamos no era suficiente para salvarnos del abismo que nos acechaba? —murmuré en voz baja, como si al decirlo pudiera arrancar esos pensamientos de mi interior.

Me aferré al borde de la ventana, sintiendo la brisa fría de la mañana acariciando mi piel, tratando de calmar la tormenta que llevaba dentro. El mundo seguía girando, implacable, indiferente a mi dolor. Pero yo tenía que seguir. Por mí, por la manada, por lo que aún quedaba de nosotros.

Durante los días que siguieron, luché contra el vacío. Me enfrenté a mis dudas y a mis recuerdos, a las noches en las que me despertaba con la piel vacía, buscando su calor inexistente. Me repetía una y otra vez:

—Debo ser fuerte. La distancia no es el fin.

Pero la voz en mi interior a veces era demasiado débil.

Una tarde, mientras caminaba por los pasillos de la manada, uno de los ancianos se acercó con una expresión grave. Su rostro arrugado, cubierto por la sombra del tiempo, tenía una gravedad que me heló.

—Luna —dijo con voz lenta y medida—, Aiden ha sido convocado a una negociación política crucial.

Me detuve en seco.

—¿Qué tipo de negociación? —pregunté, aunque ya intuía que no me gustaría la respuesta.

—Será un acuerdo que podría cambiar el equilibrio entre los clanes —respondió él, con los ojos fijos en los míos—. Las tensiones son altas. No todos desean la paz.

El peso de esas palabras cayó sobre mí como una losa. No solo estaba ausente, sino que se adentraba en un terreno peligroso, una guerra silenciosa de poder y traiciones donde no había espacio para los sentimientos.

Sentí el suelo temblar bajo mis pies, aunque sabía que solo era yo tambaleándome por dentro. Cerré los ojos un instante, aspirando el aire como si pudiera robarle algo de fortaleza.

—Gracias por decírmelo —murmuré con un hilo de voz, y me alejé antes de que mis emociones explotaran en público.

El miedo volvió a apoderarse de mí, pero esta vez lo enfrenté con una determinación nueva. No podía permitirme caer, no ahora. La manada me necesitaba, y aunque el vacío en mi pecho era un abismo, debía aprender a convivir con él.

Me detuve junto al lago esa noche, mirando mi reflejo ondulando con el viento. Me abracé a mí misma. No porque tuviera frío, sino porque me sentía rota.

—Quizás… —susurré—. No sé si lo que está fuera es peor que el vacío que dejó aquí dentro.

Y con esa idea como un fuego lento en mi alma, me preparé para enfrentar lo que viniera, con la esperanza temblorosa de que, al final, él volvería.

No solo por deber. Sino por mí.

 

 

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