El silencio se había vuelto un huésped pesado en cada rincón de la manada, como una sombra que se arrastraba con frío y dolor. Aiden ya no estaba. La puerta se cerró detrás de él, llevándose consigo algo más que su cuerpo: se llevó la luz de mis días, la música de mis noches, el calor que me mantenía cuerda. Ahora, el aire parecía más denso, y cada suspiro, cada paso, llevaba la marca de su ausencia.
La noticia se clavó en mi mente como un hielo ardiente. Aiden, tan seguro, tan inamovible, ahora estaba en manos de fuerzas que ni siquiera podía comprender del todo. Una negociación política entre clanes no era solo una reunión diplomática; era una danza peligrosa donde cada movimiento podía significar muerte o traición.
La idea de que estuviera solo, lejos de mí, rodeado de enemigos y aliados que quizá no lo apoyaban, me hizo sentir que una parte de mí se desgarraba. Sin embargo, no podía permitirme mostrar debilidad, no ante la manada ni ante mí misma.
Pasé las siguientes horas revisando mentalmente cada palabra que habíamos compartido, cada mirada, cada roce, como si en esos momentos se encontrara la fuerza que necesitaba para seguir. Mi mente se negaba a aceptar la distancia entre nosotros, pero debía hacerlo.
Caminé por los terrenos de la manada, sintiendo el peso de la ausencia en cada paso. Las hojas crujían bajo mis pies, como si el bosque mismo lamentara el vacío que Aiden había dejado. Recordé aquella noche en el fuego, cuando me llevó lejos, cuando no dijo nada pero lo dijo todo con su mirada.
Ese recuerdo me calentó un poco el alma. Era raro cómo un simple gesto podía contener tanto deseo y tanto miedo a la vez.
Mientras el sol se ocultaba, sentí la mirada de varios miembros de la manada, susurrando preguntas que no tenían respuestas. Sus dudas se mezclaban con el miedo que también sentían. ¿Volvería Aiden? ¿Cambiaría todo si lo hacía?
No podía prometer nada. Solo sabía que mientras respirara, lucharía por mantenernos unidos, aunque el dolor me consumiera.
Una noche, cuando el cielo se tiñó de un azul oscuro casi negro, me senté junto al fuego del campamento. Las llamas parecían bailar con una vida propia, proyectando sombras que se retorcían como fantasmas en la penumbra.
Fue entonces cuando una voz me sorprendió. Era Mara, la curandera de la manada, una mujer que había visto más inviernos que nadie.
—Luna —dijo con suavidad—, el clan necesita tu fuerza ahora más que nunca. No solo como líder, sino como símbolo. Aiden confía en ti, aunque no lo diga.
Su mirada me atravesó, llena de comprensión y una tristeza profunda.
—Lo sé —respondí, sin poder contener un temblor en la voz—. Pero es difícil cuando el vacío es tan grande. Cuando la noche parece demasiado larga y mi mente se llena de dudas.
Mara asintió, tocando mi mano con una calidez que calmó un poco mi tormenta interna.
—El vacío es parte de esta batalla, pero también puede ser un espacio donde crecer. No estás sola, Luna. Todos aquí te apoyamos.
Sus palabras fueron un bálsamo, un recordatorio de que la manada era más que individuos; éramos una familia. Sin embargo, la herida de la ausencia seguía abierta y sangrando.
Los días siguientes los viví entre responsabilidades y pequeños destellos de esperanza. Cada amanecer era un desafío, cada puesta de sol un suspiro ahogado.
Pero entonces, llegó la noticia que me dejó sin aliento.
Una mensajera llegó con un pergamino sellado. Mi mano tembló al romper el sello y leer el mensaje: la negociación que Aiden enfrentaría estaba en peligro. Había surgido una traición, un movimiento inesperado de uno de los clanes rivales.
Mi corazón se aceleró y mi pecho se apretó. La tormenta que se avecinaba no solo ponía en riesgo a Aiden, sino a todos nosotros.
Sentí que las palabras del anciano, el susurro de Mara, y el eco de mis propios miedos convergían en un solo punto: debía ser fuerte, no solo para mí, sino para él, para la manada.
Me recosté sobre la hierba mojada, mirando las estrellas que titilaban en el cielo, y respiré hondo.
“No sé si lo que está fuera es peor que el vacío que dejó aquí dentro,” pensé, mientras la noche me envolvía con su manto frío, y la esperanza, aunque frágil, se negaba a morir.