La noche de luna llena siempre había sido una mezcla embriagadora de tradición y deseo contenida. En el claro donde se celebraba la fiesta, el aire vibraba con la música tribal que pulsaba en cada latido, y el fuego central lanzaba sombras danzantes sobre los cuerpos que se movían al ritmo ancestral. Era como si el bosque entero respirara con nosotros, latiendo en sintonía con el tambor que parecía marcar el pulso de mi propia sangre.
No me había vestido para nadie, aunque sabía que Aiden no perdería ni un solo movimiento mío. Me puse el vestido rojo que caía como una segunda piel, ajustado pero suelto en el lugar justo para dejar que la brisa jugara con sus pliegues. Mis pies desnudos sentían la tierra fría, pero mi cuerpo ya estaba caliente, listo para entregarse al trance de la danza.
No era un baile para atraer miradas, ni para provocar, sino para recordarme a mí misma que, a pesar de todo, seguía siendo dueña de mi cuerpo y mis movimientos. Cerré los ojos y dejé que la música me envolviera, cada paso un latido, cada giro una declaración silenciosa de libertad.
Pero no estaba ciega a la realidad. Sentía la mirada de Aiden, como una llama que quemaba sin tocarme, atravesando la distancia que nos separaba. No necesitaba voltear para saber que estaba ahí, observándome con la intensidad de alguien que quisiera poseerme sin decirlo, que se contenía para no romper las reglas invisibles que nos ataban.
El calor entre nosotros era tan denso que podía casi tocarlo. Mis pasos se hicieron más lentos, más controlados, consciente de cada centímetro de piel expuesto, consciente de que cada movimiento era un reto y una promesa a la vez. Él no intervino, pero el fuego en sus ojos me quemaba con una fuerza más peligrosa que las llamas que chispeaban en el centro del claro.
De repente, su mano tomó mi brazo con una firmeza suave pero innegable. Sin decir palabra, me apartó del círculo de fuego y música, llevándome hacia un rincón oscuro donde la noche se espesaba y el susurro del bosque parecía guardar secretos solo para nosotros.
Nos quedamos ahí, sin hablar, dejando que la tensión entre nosotros llenara el silencio como un líquido hirviente. No había necesidad de palabras. Su mirada era una descarga eléctrica, un desafío y una invitación al mismo tiempo.
Me acerqué, mi respiración entrecortada, sintiendo el temblor bajo mi piel mientras sus ojos recorrían cada línea de mi cuerpo con una devoción silenciosa. No me tocó, pero su presencia me quemó más profundamente que cualquier caricia. El deseo era una cuchilla invisible que cortaba, que abría heridas que solo él podía sanar o profundizar.
Y entonces, en ese instante suspendido entre la razón y el instinto, comprendí que aquella noche no sería una más. Sería la noche en que el fuego de la luna no solo iluminó el bosque, sino también la tormenta que ardía entre nosotros, inevitable y voraz.
“No me tocó. Pero su mirada me quemó más que cualquier caricia.”
La noche era un manto oscuro salpicado de estrellas, pero ninguna brillaba tanto como la luna llena, que desde su trono en el cielo derramaba su luz plateada sobre el bosque y sobre nosotros. Me sentía como una llama a punto de explotar, una mezcla de nervios, rabia y deseo contenida que me quemaba por dentro. Mientras Aiden me sostenía con esa fuerza silenciosa, podía sentir cómo el aire se espesaba entre nosotros, como si cada segundo fuera una eternidad al borde del abismo.
Sentí cómo su mano apretaba ligeramente mi brazo, no lo suficiente para doler, pero sí para recordarme que estaba ahí, que no me iba a soltar. Su aliento, cálido y profundo, rozaba mi mejilla y luego bajaba por mi cuello, casi como un susurro hecho tacto. Tragué saliva con dificultad, consciente de que era un juego peligroso, pero también irresistible.
—¿Por qué me miras así? —pregunté en voz baja, aunque sabía que la respuesta no la quería oír.
Aiden no respondió con palabras. En cambio, sus ojos me desnudaron con una intensidad brutal, como si quisieran leer cada pensamiento, cada miedo, cada deseo oculto detrás de mi fachada dura. No había reproche, ni promesas, solo un deseo crudo que no necesitaba explicaciones.
Me di cuenta de que, a pesar de todo lo que había pasado, la distancia entre nosotros no era solo física, sino un muro construido con miedo, orgullo y heridas. Un muro que ninguno de los dos estaba dispuesto a derribar aún.
Intenté dar un paso atrás, pero su mano me detuvo, firme, anclándome a su lado.
—No me hagas esto, Luna —susurró, y su voz era una mezcla de súplica y amenaza.
Fue entonces cuando comprendí que esta noche sería la prueba definitiva. No se trataba solo de la fiesta, ni de las tradiciones. Era un duelo silencioso de voluntades, un choque entre lo que éramos y lo que deseábamos ser.
El bosque parecía contener el aliento, mientras las sombras jugaban a nuestro alrededor. La música seguía lejos, pero aquí, en este rincón apartado, solo existíamos él y yo, con esa tensión vibrando en el aire.
Sin pensarlo, alcé la mano y rozé sus labios con la punta de mis dedos, un gesto que fue como encender un fuego que no se podía apagar. Sus ojos se cerraron un instante, y al abrirlos, vi en ellos una mezcla de dolor y deseo que me partió el alma.
—No soy tuya —dije, con la voz rota pero desafiante—. Pero eso no me impide desear que lo seas.
Aiden no contestó. En cambio, acercó su rostro al mío, sus labios rozaron los míos con una delicadeza que parecía contradecir todo lo que sentíamos. Fue un beso sin promesas, sin dulzura, pero con la fuerza de mil tormentas contenidas.
Cuando nos separamos, la oscuridad nos envolvía y yo sentí que, por primera vez en mucho tiempo, estaba exactamente donde debía estar, aunque el futuro fuera incierto y peligroso.
Me apoyé en su pecho, escuchando el ritmo acelerado de su corazón, ese latido fuerte y constante que parecía decirme que, aunque no fuera mío, él estaba allí, conmigo. Y eso, por ahora, era suficiente.
Mientras la música de la fiesta se iba apagando a lo lejos, la llama entre nosotros seguía ardiendo, intensa y peligrosa, una promesa silenciosa de que esta historia apenas comenzaba.