18

Escuché el murmullo antes de entender qué decían. Era una conversación a medias, palabras sueltas que se filtraban entre las sombras del pasillo. Aiden, mi Aiden, sería prometido a otra loba. No a mí. A una loba de otro clan, para formar una alianza política. Me quedé paralizada, la sangre helada y el corazón latiendo con furia contenida. Esa alianza que no contemplaba, que nunca había querido, se instalaba entre nosotros sin pedir permiso.

¿Desde cuándo el hombre que había jurado protegerme y solo para mí, estaba siendo vendido como si fuera una pieza más en un tablero? ¿Cómo podían pensar que yo, Luna, aceptaría eso sin más?

Me acerqué, mis pasos firmes, el pulso ardiendo en mis venas, sin poder esperar a enfrentar esa verdad que me quemaba por dentro. Cuando me crucé con Aiden, él no negó nada. No hubo evasivas ni mentiras baratas. Sus ojos, tan oscuros como la noche que nos envolvía, solo reflejaron un cansancio pesado y una realidad que ambos sabíamos.

—Es política, no corazón —me dijo con voz grave, sin rastro de arrepentimiento.

Quise gritarle que no me importaba la política, que no me importaba nada excepto él. Pero las palabras se enredaron en mi garganta y decidí usar otro lenguaje, el de la piel, el de la rabia y el deseo confuso que me consumía. Me acerqué a él, sin aviso, sin permiso, y lo besé. No fue un beso dulce ni romántico. Fue feroz, doloroso, como si quisiera marcarlo, dejar una cicatriz imborrable en su alma y en la mía.

Aiden no retrocedió. Se quedó firme, entregándose a ese fuego que no queríamos admitir, a ese lazo invisible que nos unía a pesar de las circunstancias.

Cuando nos separamos, mi voz tembló aunque intenté que sonara firme:

—No soy tuya. Pero eso no me impide desear que lo seas.

Él me miró con algo que no pude descifrar del todo: ¿piedad? ¿respeto? ¿quizás el reconocimiento de que, en esa lucha por el poder y el amor, ninguno de los dos saldría ileso?

La noche nos envolvió en su oscuridad, pero dentro de mí, la tormenta apenas comenzaba.

El eco de mis propias palabras retumbaba en mi cabeza mientras me alejaba de Aiden, pero no demasiado. No podía permitirme irme. No aún. Mi pecho ardía, y el frío de la noche no era rival para el fuego que sentía por dentro. Él me observaba en silencio, con esa mirada profunda que parecía medir cada una de mis emociones, desafiándome a mostrarme vulnerable o fuerte.

Mi respiración se volvió irregular, mezclándose con el silencio del bosque que nos rodeaba. No había ningún ruido salvo el viento y el latido acelerado de mi corazón. Quería decirle tantas cosas, pero las palabras no bastaban, nunca bastaban cuando se trataba de Aiden.

—¿Y qué se supone que haga con eso? —le pregunté al fin, señalando su promesa con la otra loba, que pesaba sobre nosotros como una losa invisible.

—Lo que debo —respondió sin titubear, con la fría determinación que siempre lo había caracterizado.

Su voz era como un filo de cuchillo, cortante pero precisa. El orgullo me hizo apretar los puños, aunque por dentro sentía que me rompía en mil pedazos. ¿Cómo podía ser tan fuerte cuando yo solo quería gritar, llorar, pelear?

—¿Y qué hay de nosotros? —desafié, acercándome de nuevo, tan cerca que podía sentir su calor, su aliento.

Aiden bajó la mirada un instante, esa pequeña fisura en su coraza que pocas veces me había mostrado. Luego la alzó con decisión.

—No hay nosotros —dijo con voz baja, pero firme—. Al menos no de la manera que quieres.

Quería odiarlo en ese momento, quisiera haber podido darle la espalda y desaparecer, pero algo en mí se negaba a soltarlo.

—¿Y qué soy yo, entonces? —mi voz se quebró, apenas un susurro.

Él no respondió con palabras. En vez de eso, sus manos, grandes y fuertes, tomaron mi rostro con una suavidad inesperada. Sus dedos recorrieron mis mejillas, y su pulgar dibujó una línea sobre mi labios, como si quisiera borrar el dolor que veía reflejado en ellos.

—Eres más que una promesa, Luna. Más que una alianza o un trato político. Eres... diferente. —Su voz se volvió ronca, cargada de una emoción que rara vez permitía salir.

La tensión entre nosotros creció, como si el mundo entero hubiera dejado de existir y solo quedáramos él y yo, atrapados en esa burbuja imposible de romper. Mi cuerpo respondió a su cercanía, a la promesa no dicha en su mirada.

Sentí sus labios rozar mi cuello, su aliento caliente que me hacía temblar de deseo y miedo a la vez.

—¿Te gusta hurgar en lo prohibido, Luna? —susurró, su voz llena de una malicia dulce y peligrosa.

No me aparté. No quería hacerlo. En ese instante, ninguna de las reglas, ni promesas ni alianzas importaban. Solo existíamos él y yo, en ese espacio tan pequeño y tan inmenso a la vez.

—Tal vez —le respondí con un suspiro, rozando su pecho con mis dedos, sintiendo el latido fuerte bajo mi piel.

Sus ojos brillaron con un fuego intenso y, sin decir más, me atrapó en un abrazo que ardía con la fuerza de todo lo que no habíamos podido decir.

El resto de la noche desapareció entre susurros y promesas a medias.

Al día siguiente, el sol parecía demasiado brillante, demasiado real. La noticia de la alianza se había extendido ya, y aunque nadie hablaba abiertamente, yo sentía la mirada de cada miembro del clan clavada en mi espalda. Como si esperaran que me derrumbara o que aceptara mi destino sin más.

Pero yo no estaba dispuesta a ceder. Ni ahora ni nunca.

Sabía que la política no se detenía por mis sentimientos, pero tampoco yo estaba dispuesta a quedarme de brazos cruzados.

Cuando Aiden volvió a cruzarse conmigo, le miré a los ojos, decidida a mostrarle que, aunque no era suya, no sería una pieza fácil de mover.

—No soy tuya —dije con firmeza, mirándolo sin miedo—, pero eso no me impide desear que lo seas.

Un silencio pesado llenó el espacio entre nosotros. Él no respondió de inmediato, solo me devolvió esa mirada que parecía querer decir tantas cosas sin palabras.

En ese instante entendí que esta batalla apenas comenzaba.

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