La lluvia había borrado las huellas del asalto y dejado charcos que duplicaban el cielo; la piedra del Santuario brillaba como si guardara lágrimas. Kaeli llegó a la plaza con la capa empapada y el peso de las últimas semanas dibujado en los hombros. Daryan la siguió, pero se detuvo junto a la fuente para hablar con Vesta, cuyos ojos nunca perdían la calma.
—Han venido emisarios —dijo Vesta sin rodeos—. No todos traen espadas. Algunos traen mapas.
Kaeli apretó el puño contra la empuñadura de su cuchillo.
—¿De quién?
—Uno de los remitentes firma con tinta templada por la Casa Almyr; otro no firma en absoluto sino que deja un medallón con la marca de una isla que no figura en nuestros mapas —respondió Vesta—. Quieren ver a la manada y no han enviado mensajeros comunes.
En la cuenca del Santuario, se reunió el consejo con las Sombras de Vesta, Nerissa, Lyara y la Hija de la Marea. Las antorchas crepitaban y cada chispa era una pregunta. Selin cerró la puerta de la sala con un golpe y cla