La plaza del Santuario amaneció fría como una olla vacía. Delante del cofre abierto de la Casa Almyr, la muchedumbre formó un semicírculo apretado. Hadran estaba pálido, las manos temblorosas de quien ha visto demasiado y aún le queda un secreto más para entregar. Kethra, resuelta, frotó las palmas contra el muslo de su capa; los capitanes de las Islas Errantes, envueltos en pieles salobres, llegaron como sombras que traían brisa de mar y un rastro de tabaco japonés.
Kaeli los vio entrar y su rostro no dejó asomo de emoción. Había decidido que la plaza sería tribunal, no banquete.
—Que hablen los capitanes —dijo, y su voz cortó el murmullo—. No acepto juramentos teñidos por oro.
El primer capitán, un hombre con parche en el ojo llamado Solvar, se adelantó y carraspeó.
—Trajimos papeles y nombres —dijo—. No venimos a pactar con la manada, venimos a decir la verdad. La Casa Almyr envió cargamentos etiquetados como “especias” y “barnices” que, en realidad, eran frascos con polvo gris y t